San Bernardino de Siena
JESUS MARTI BALLESTER - AMOR Y CRUZ
20 de mayo de 2009
San Bernardino de Siena fue uno de aquellos predicadores de penitencia que
en el siglo XV recorrieron gran parte de Italia y contribuyeron eficazmente
a la reforma y mejoramiento de las costumbres. Su celo ardiente y apostólico
y su oratoria popular y apasionada han quedado como ejemplos vivientes del
celo y de la predicación evangélica y aun del estilo de aquellos
predicadores del siglo XV, San Vicente Ferrer, San Juan de Capistrano y
otros.
Nacido en 1380 en Massa, cerca de Siena, de la noble familia de los
Albiceschi, recibió Bernardino en Siena una educación completa en las
ciencias eclesiásticas. En 1402 vistió el hábito de San Francisco; en 1404
recibió la ordenación sacerdotal y un año después fue destinado a la
predicación.
Pero transcurren unos doce años, y ni su voz ni sus cualidades oratorias le
ayudaban a desempeñar con éxito este importante ministerio. Mas como, por
otra parte, se distinguía por sus eximias virtudes religiosas, aparece el
año 1417 como guardián en el convento franciscano de Fiésole. Entonces,
pues, de una manera inesperada, que tiene todos los visos de sobrenatural,
se refiere que recibió la orden divina, transmitida por un novicio: «Hermano
Bernardino, ve a predicar a Lombardía».
El hecho es que, desde 1418, aparece San Bernardino en Milán y comienza
aquella carrera de grandes misiones o predicaciones populares, cuya
característica era un intenso amor a Jesucristo, que llegaba al interior de
sus oyentes y arrancaba lágrimas de penitencia. Este amor a Jesucristo lo
sintetizaba en el anagrama del nombre de Jesús, tal como, precisamente desde
entonces, se ha ido popularizando cada vez más: I H S. Llevábalo a guisa de
banderín y procuraba fuera grabado en todas las formas posibles, en estampas
de propaganda, en grandes carteles y, sobre todo, en los testeros de las
iglesias, casas consistoriales y domicilios particulares de las poblaciones
donde misionaba. Aquello debía servirles de recuerdo perenne de las verdades
predicadas y de las decisiones tomadas. De ello pueden verse, aun en
nuestros días, multitud de ejemplos en los territorios donde él predicó.
Efectivamente, en 1418 predica la Cuaresma en la iglesia principal de Milán,
donde el último de los Visconti daba el triste ejemplo de una vida entregada
a todos los vicios. Bernardino se revela un orador popular de cualidades
extraordinarias. El pueblo se siente transformado por el fuego de su
predicación. Vuelve al año siguiente y se repiten los mismos resultados de
grandes conversiones y reforma de costumbres. De 1419 a 1423 recorre las
poblaciones de Bérgamo, Como, Plasencia, Brescia. Unas veces predica en la
misa, otras durante el día; unas veces organiza una misión, otras es un
sermón de circunstancias; pero el resultado es siempre la transformación de
las costumbres y reforma de vida. En 1423 desarrolla su actividad
reformadora en Mantua, y por vez primera aparece allí su fuerza
taumatúrgica. Según los relatos contemporáneos, al negarse el barquero a
conducirle al otro lado del lago, lo atraviesa sobre su manteo, y a nadie
sorprende tan estupendo milagro, pues todos son testigos de su ascetismo
extraordinario y del abrasado amor de Dios que respira en su predicación.
Pero el fruto de su apostolado no se limita a la transformación de
costumbres y reforma de vastos territorios. En Venecia, donde predica en
1422, obtiene la fundación de una cartuja y de un hospital para infecciosos.
Predica de nuevo en Verona en 1423, y de nuevo nos relatan los cronistas del
tiempo un milagro estupendo obrado por él, cuando hace retornar a la vida a
un hombre muerto en un accidente. La fama de su santidad y de la fuerza
arrebatadora de su predicación toma proporciones nunca oídas. A partir del
año 1424 llega a su apogeo. Ya no bastan las mayores iglesias para contener
las grandes masas, ansiosas de escuchar la palabra ardiente de un santo. En
Vicenza habla en la plaza pública a una multitud de veinte mil personas. En
Venecia desarrolla en 1424 una actividad extraordinaria y acude la población
entera a las plazas públicas para escucharle. Los grandes carteles, en que
ostenta el anagrama de Jesús, producen un efecto admirable. De allí pasa a
Ferrara, donde consigue tocar el corazón de sus habitantes, que renuncian en
masa al lujo y a las diversiones pecaminosas.
Parece imposible que su naturaleza débil y enfermiza pueda resistir un
trabajo tan agotador, sobre todo si se tiene presente que lo acompaña con
una vida extremadamente austera. Su aspecto exterior, tal como nos lo
transmitieron los más afamados pintores del cuatrocientos, es el prototipo
del ascetismo más exagerado, que contribuye eficazmente a la eficacia de su
obra apostólica. Predica la Cuaresma en Bolonia, que se hallaba en rebelión
contra el romano pontífice Martín V (1417-1431). Introduce un nuevo juego,
haciendo pintar el nombre de Jesús en las cartas que se emplean. El pueblo y
el mercader que se compromete en esta empresa la miran con recelo; pero, al
fin, terminan todos por entusiasmarse con el invento, que trae consigo una
transformación completa de la ciudad. Siguiendo la llamada de los
florentinos, predica en Florencia durante el verano de 1424, y esta ciudad,
prototipo de la elegancia y del lujo más exagerados, termina la misión
organizando grandes hogueras, a las que las damas de la más elegante
sociedad arrojan los objetos más preciados de sus vanidades. Más aún. Como
recuerdo de tan importantes acontecimientos se hace pintar el anagrama de
Jesús y se coloca en la fachada de la iglesia de la Santa Cruz.
En medio de esta carrera de predicación en grande estilo de San Bernardino
no podía faltar su turno a su ciudad natal, Siena. En efecto, después de
predicar la Cuaresma en Prato, en 1425, llega a Siena a fines de abril, y
allí derrocha tesoros de su más ardiente palabra apostólica durante
cincuenta días. Entre sus oyentes se encuentra el gran humanista Eneas
Silvio Piccolomini, el futuro papa Pío II (1458-1464). La ciudad en peso
decide esculpir el anagrama de Jesús en el testero del Palazzo publico. En
Asís, en Perusa, en otras poblaciones renueva todas las maravillas de su
predicación. En 1427 se hallaba en Viterbo, donde predica la Cuaresma y
ataca duramente la usura, una de las plagas del tiempo.
Esta campaña de 1418-1427, extraordinariamente fecunda en frutos de
conversiones, renovación de costumbres y reforma fundamental de vida,
constituye la primera etapa de la gran obra reformadora realizada por San
Bernardino de Siena. Ahora bien, para conocer las características de la
predicación de este gran orador cristiano debemos poner a la cabeza de todas
su eminente santidad y austeridad de vida, que fascinaba a las multitudes y
arrastraba con la fuerza irresistible del ejemplo. Mas, por lo que se
refiere a la estructura literaria de sus sermones, no podemos tomar como
ejemplos los esquemas latinos que se nos han conservado y podemos leer en
sus obras, por ejemplo, en la edición crítica de las mismas, que se ha
publicado en nuestros días. Porque su palabra viva y ardiente era
completamente diversa de estos esbozos eruditos, a manera de tratados
teológicos. De la verdadera elocuencia de su lenguaje popular y vivo nos dan
una idea aproximada los Sermones vulgares, que uno de sus oyentes copió en
su predicación de Siena en 1427 y han sido recientemente publicados. Aquí es
todo vida, naturalidad, comunicación íntima con el auditorio. El orador, sin
perder de vista el objeto primordial de su discurso, sigue la inspiración
del momento, repite las cosas más difíciles, mezcla su discurso con
frecuentes diálogos con el auditorio, prorrumpe en ardientes exclamaciones y
apóstrofes, lo empapa todo con un espíritu sobrenatural y divino, que lleva
la convicción a las almas y arranca de sus oyentes lágrimas de compunción y
propósitos de reforma.
Es admirable la maestría de esta oratoria, eminentemente popular y
profundamente teológica y cristiana. Conserva siempre la dignidad de la
cátedra apostólica; adáptase, en cuanto le es posible, a los oyentes que le
escuchan y a las circunstancias del tiempo; fustiga las divisiones de
partidos y los vicios más típicos de la época, sobre todo la usura, la
sensualidad, el despilfarro, la vanidad, el espíritu pendenciero; pero
siempre en una forma tan digna y elevada que aparecen su espíritu
verdaderamente apostólico y las entrañas de misericordia de Dios, siempre
dispuesto a acoger en sus brazos a los que de veras se arrepienten de sus
vicios y pecados. En particular se observa que, a diferencia de Jerónimo
Savonarola, se mantiene siempre alejado de los partidos y de toda
significación política, y nunca se expresa de un modo desconsiderado contra
ninguna clase de autoridades, eclesiásticas y aun civiles.
Esto no obstante, el año 1427, cuando predicaba la Cuaresma en Viterbo, fue
citado y tuvo que presentarse en Roma ante el Papa Martín V. Habíase elevado
una acusación contra él por la novedad que ofrecía su predicación sobre el
nombre de Jesús y la propaganda que hacía de las estampas, tabletas e
inscripciones de su anagrama. Al llegar a Roma se le prohibió subir al
púlpito y fue obligado a mantenerse recluido hasta que se examinara y
decidiera su causa. El Santo, lleno de la más humilde resignación y con la
confianza puesta en Dios, obedeció sin ninguna especie de resistencia. Pero
entonces mismo llegó su inseparable amigo y discípulo predilecto, San Juan
de Capistrano, quien supo exponer su causa en tal forma que el Papa se
convenció de que la devoción del anagrama de Jesús no ofrecía ninguna
dificultad teológica y, por el contrario, podía ser un resorte eficaz para
fomentar la devoción del pueblo. La respuesta a los acusadores se dio
públicamente, permitiendo el Papa que San Bernardino predicara en Roma
durante ochenta días, en los que dirigió al pueblo romano ciento catorce
sermones.
Puesta así de relieve la santidad, y habiendo aumentado extraordinariamente
la popularidad y reputación de su compaisano, los sienenses suplicaron al
Papa que nombrara obispo de Siena a San Bernardino. El Papa accedió a tan
justificados ruegos, pero el Santo se resistió. En cambio, entonces
precisamente dio él comienzo a la segunda etapa de su vida apostólica. Desde
agosto del mismo año 1427 desarrolla una intensa campaña en Siena,
desgarrada entonces por las más encarnizadas divisiones. Los cuarenta y
cinco sermones que entonces predicó, tomados literalmente por un copista y
publicados en nuestros días, son la más clara prueba de la elocuencia
popular, fuerza persuasiva y unción religiosa y aun mística de su
predicación.
Luego siguió un amplio recorrido por la Toscana, Lombardía, Romaña, Marca de
Ancona. La madurez de su criterio y experiencia, la eximia santidad de su
vida y la aureola de reputación que lo acompañaba, todas estas
circunstancias juntas producían un efecto sin precedentes. Nada se resiste a
su arrolladora elocuencia. Así, con su palabra de fuego, consigue fácilmente
detener a los sienenses en su ya iniciada guerra contra Florencia.
Precisamente en esta ocasión el emperador Segismundo se encuentra en Siena y
traba con él la más íntima amistad, y en abril de 1433 le lleva consigo a
Roma.
Desde 1433 se inicia la última etapa de la vida de San Bernardino. Retirado
al convento de Capriola, se dedica tres años al trabajo de redacción de sus
obras.
En 1436 dedícase de nuevo dos años a la predicación. En 1438 es nombrado
vicario general de los conventos de la observancia, y en inteligencia con
Eugenio IV (1431-1447), que tan decididamente la favorecía, trabaja desde
entonces en fomentarla por todas partes. Es significativa, en este sentido,
la carta dirigida el 31 de julio de 1440 a todos sus súbditos. Con la
anuencia de Eugenio IV toma como ayudante en esta obra de reforma regular a
San Juan de Capistrano, su más insigne discípulo, émulo de su elocuencia
popular y de la eximia santidad de su vida. En esta forma visita las
provincias de Génova, Milán y Bolonia. Es un nuevo campo, donde realiza una
labor sumamente provechosa.
Finalmente, en 1442, admite el Papa su renuncia a este cargo. Parece que
podía entonces dedicarse al descanso. Pero su espíritu apostólico no se lo
permite. Agotado por las fatigas de tantos años de predicación y por una
vida de continuas austeridades y la observancia más estricta de la
disciplina religiosa, siente reanimarse su espíritu entregándose de nuevo a
la predicación. Así lo vemos en Milán, en el otoño de 1442, donde combate la
herejía de un tal Amadeo; predica en Padua en 1443 una serie de sesenta
sermones, que, copiados literalmente por uno de sus oyentes, constituyen una
de las mejores joyas de la elocuencia sagrada; tiene que negarse a predicar
en Ferrara, y aparece luego en Vicenza. A principios de 1444 tiene un breve
descanso en su querido convento de Capriola, donde acaba de revisar algunas
de sus obras, en particular sus Discursos sobre las Bienaventuranzas. Al
exponer el Bienaventurados los que lloran da suelta a su tierno corazón por
la honda pena que acaba de experimentar por la muerte del hermano Vicente,
compañero suyo inseparable durante veintidós años. «Débil de cuerpo
?exclama?, con frecuencia yo he estado enfermo. Entonces él me sostenía, él
me conducía. Si mi cuerpo se sentía débil, él me alentaba. Si me sentía
decaído o negligente en el servicio de Dios, él me excitaba. Yo era
imprevisor, olvidadizo; pero él velaba por mí. ¿Cómo me has sido arrebatado,
oh Vicente? ¿Cómo me has sido arrancado, tú que eras como una misma cosa
conmigo, tú que eras tan conforme a mi corazón?»
Tal es San Bernardino al final de su vida: el gran predicador popular, que
ha transformado con su palabra y ejemplo comarcas enteras de Italia; el gran
propagador de la devoción del nombre de Jesús, a la que dedicó escritos
maravillosos; el gran entusiasta de la devoción a María; el gran reformador
y defensor de la observancia; el enamorado de Cristo al estilo de su padre,
San Francisco de Asís. Es un sol que se halla en su ocaso. Todavía quiere
predicar a Cristo. Sacando fuerzas de flaqueza, se decide a ir a predicar a
Nápoles. En el camino predica en varios lugares; obra varios milagros; se
detiene en Asís, en Santa María de los Angeles; pero, llegado a Áquila,
rendido al cansancio, muere el 20 de mayo, víspera de la Ascensión. Seis
años después, el 24 de mayo de 1450, el papa Nicolás V (1447-1555), cediendo
a los clamores del pueblo cristiano, le eleva al honor de los altares.
San Bernardino de Siena es, indudablemente, uno de los más grandes santos
del siglo XV, uno de los mejores modelos de la predicación popular
cristiana, uno de los más preciosos ejemplos de aquel puro y encendido amor
de Cristo, tan característico de su padre San Francisco de Asís y del
espíritu franciscano de todos los tiempos.
Bernardino Llorca, S. I., San Bernardino de Sena, en Año Cristiano, Tomo II,
Madrid, Ed. Católica (BAC 184), 1959, pp. 436-443