Domingo 4 de Cuaresma. Ciclo A.
Dios hace grande lo pequeño, sólo Él puede hacer cosas grandes
Los débiles son los preferidos de Dios
I. LA PALABRA DE DIOS
1Sam 16, 1b.6-7.10-13a: “Ungió a David en medio de sus hermanos”
«Dijo Yahveh a Samuel: “Llena tu cuerno de aceite y vete. Voy a enviarte a Jesé, de Belén, porque he visto entre sus hijos un rey para mí”.
Cuando ellos se presentaron vio a Eliab y se dijo: “Sin duda está ante Yahveh su ungido”. Pero Yahveh dijo a Samuel: “No mires su apariencia ni su gran estatura, pues yo le he descartado. La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero Yahveh mira el corazón”. Hizo pasar Jesé a sus siete hijos ante Samuel, pero Samuel dijo: “A ninguno de éstos ha elegido Yahveh”. Preguntó, pues, Samuel a Jesé: “¿No quedan ya más muchachos?” El respondió: “Todavía falta el más pequeño, que está guardando el rebaño”. Dijo entonces Samuel a Jesé: “Manda que lo traigan, porque no comeremos hasta que haya venido”. Mandó, pues, que lo trajeran; era rubio, de bellos ojos y hermosa presencia. Dijo Yahveh: “Levántate y úngelo, porque éste es”. Tomó Samuel el cuerno de aceite y le ungió en medio de sus hermanos. Y a partir de entonces, vino sobre David el espíritu de Yahveh. Samuel se levantó y se fue a Ramá.»
Sal 22,1-6: “El Señor es mi pastor, nada me falta”
Ef 5,8-14: “En otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor”
«Porque en otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad. Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, antes bien, denunciadlas. Cierto que ya sólo el mencionar las cosas que hacen ocultamente da vergüenza; pero, al ser denunciadas, se manifiestan a la luz. Pues todo lo que queda manifiesto es luz. Por eso se dice:
Despierta tú que duermes,
y levántate de entre los muertos,
y te iluminará Cristo.»
Jn 9,1-41: “Escupió en tierra, hizo barro con la saliva, y untó con el barro los ojos del ciego y le dijo: “Vete, lávate en la piscina de Silo锓
«Vio, al pasar, a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos: “Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?” Respondió Jesús: “Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios.
Tenemos que trabajar en las obras del que me ha enviado
mientras es de día;
llega la noche, cuando nadie puede trabajar.
Mientras estoy en el mundo,
soy luz del mundo”.
Dicho esto, escupió en tierra, hizo barro con la saliva, y untó con el barro los ojos del ciego y le dijo: “Vete, lávate en la piscina de Siloé” (que quiere decir Enviado). El fue, se lavó y volvió ya viendo.
Los vecinos y los que solían verle antes, pues era mendigo, decían: “¿No es éste el que se sentaba para mendigar?” Unos decían: “Es él”. “No, decían otros, sino que es uno que se le parece”. Pero él decía: “Soy yo”. Le dijeron entonces: “¿Cómo, pues, se te han abierto los ojos?” El respondió: “Ese hombre que se llama Jesús, hizo barro, me untó los ojos y me dijo: “Vete a Siloé y lávate.” Yo fui, me lavé y vi”. Ellos le dijeron: “¿Dónde está ése?” El respondió: “No lo sé”.
Lo llevan donde los fariseos al que antes era ciego. Pero era sábado el día en que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. Los fariseos a su vez le preguntaron cómo había recobrado la vista. El les dijo: “Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo”. Algunos fariseos decían: “Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado”. Otros decían: “Pero, ¿cómo puede un pecador realizar semejantes señales?” Y había disensión entre ellos. Entonces le dicen otra vez al ciego: “¿Y tú qué dices de él, ya que te ha abierto los ojos?” El respondió: “Que es un profeta”.
No creyeron los judíos que aquel hombre hubiera sido ciego, hasta que llamaron a los padres del que había recobrado la vista y les preguntaron: “¿Es éste vuestro hijo, el que decís que nació ciego? ¿Cómo, pues, ve ahora?” Sus padres respondieron: “Nosotros sabemos que este es nuestro hijo y que nació ciego. Pero, cómo ve ahora, no lo sabemos; ni quién le ha abierto los ojos, eso nosotros no lo sabemos. Preguntadle; edad tiene; puede hablar de sí mismo”. Sus padres decían esto por miedo por los judíos, pues los judíos se habían puesto ya de acuerdo en que, si alguno le reconocía como Cristo, quedara excluido de la sinagoga. Por eso dijeron sus padres: “Edad tiene; preguntádselo a él”.
Le llamaron por segunda vez al hombre que había sido ciego y le dijeron: “Da gloria a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador”. Les respondió: “Si es un pecador, no lo sé. Sólo sé una cosa: que era ciego y ahora veo”. Le dijeron entonces: “¿Qué hizo contigo? ¿Cómo te abrió los ojos?” El replicó: “Os lo he dicho ya, y no me habéis escuchado. ¿Por qué queréis oírlo otra vez? ¿Es qué queréis también vosotros haceros discípulos suyos?” Ellos le llenaron de injurias y le dijeron: “Tú eres discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios; pero ése no sabemos de dónde es”. El hombre les respondió: “Eso es lo extraño: que vosotros no sepáis de dónde es y que me haya abierto a mí los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores; mas, si uno es religioso y cumple su voluntad, a ése le escucha. Jamás se ha oído decir que alguien haya abierto los ojos de un ciego de nacimiento. Si éste no viniera de Dios, no podría hacer nada”. Ellos le respondieron: “Has nacido todo entero en pecado ¿y nos da lecciones a nosotros?” Y le echaron fuera.
Jesús se enteró de que le habían echado fuera y, encontrándose con él, le dijo: “¿Tú crees en el Hijo del hombre?” El respondió: “¿Y quién es, Señor, para que crea en él?” Jesús le dijo: “Le has visto; el que está hablando contigo, ése es”. El entonces dijo: “Creo, Señor”. Y se postró ante él.
Y dijo Jesús:
“Para un juicio he venido a este mundo:
para que los que no ven, vean;
y los que ven, se vuelvan ciegos”.
Algunos fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: “Es que también nosotros somos ciegos?” Jesús les respondió:
Si fuerais ciegos,
no tendríais pecado;
pero, como decís: “Vemos”
vuestro pecado permanece”.»
II. APUNTES
Hallándose en Jerusalén, un sábado el Señor pasó junto a un ciego de nacimiento que estaba pidiendo limosna. Así era conocido por los vecinos de la ciudad.
Los discípulos, al enterarse de que aquel mendigo había nacido ciego, le preguntan al Señor movidos por la curiosidad:«¿Quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?» La pregunta revela la creencia común en la época de Jesús de que el mal físico o las desgracias padecidas (ver Lc 13,1-4) siempre eran consecuencia directa y castigo del mal moral, de algún pecado cometido por la persona o por sus progenitores.
Ni él pecó ni sus padres, será la respuesta del Señor, que de este modo rechaza tal creencia. La ceguera sufrida por aquél hombre no se debía a pecado alguno, sino que era para que «se manifiesten en él las obras de Dios.» No debe ser tomada tal ceguera como un “castigo divino”, como se pretende interpretar a veces los males físicos, sino como ocasión para que el Señor Jesús obre en él un milagro, un signo.
Recordemos que para los evangelistas y sobre todo para San Juan, los milagros no eran tan sólo hechos extraordinarios que escapaban a las leyes de la naturaleza, sino que además —y sobre todo— eran «signos» que invitaban a ir más allá de la materialidad del milagro o de los gestos realizados por el Señor para descubrir en ellos, con la luz de la fe, el don de la liberación y reconciliación que Él ofrece al hombre.
La obra de Dios realizada en este ciego de nacimiento por el Señor Jesús ha de ser no tan sólo un milagro espectacular, sino un signo de una realidad mucho más profunda e incluso universal: Cristo es la luz del mundo, Él es aquél que ilumina a todo hombre (ver Jn 1,9) con una luz que va más allá de la luz física, con una luz que disipa las tinieblas de la mente y del corazón, las tinieblas en las que está envuelto el hombre por su lejanía de Dios.
Él debe ahora trabajar, actuar, mientras está en el mundo, para hacer accesible esa luz a todo hombre. De esta realidad invisible la curación de este ciego de nacimiento será un signo visible. Desde esta perspectiva no llama la atención el modo como el Señor realiza esta obra, este milagro: «escupió en tierra, hizo barro con la saliva, y untó con el barro los ojos del ciego y le dijo: “Vete, lávate en la piscina de Siloé”». ¿Por qué estos gestos? Sin duda el Señor, que nada hace o dice sin que tenga un sentido y significado profundo, algo quiso decir con estos gestos. San Juan Cristóstomo nos ofrece una interpretación: «quiso enseñarnos que Él era el mismo Creador, que al principio se sirviera de lodo para formar al hombre. Por eso no se sirve de agua para hacer el lodo, sino de saliva, para que no atribuyéramos nada a la virtud de la fuente y entendiésemos que por la virtud de su boca hizo y abrió los ojos». ¿Y por qué recién ve luego de lavarse en la piscina de Siloé? Una clave fundamental de interpretación es la que da el mismo apóstol y evangelista cuando explica que Siloé «significa Enviado.» Así, deduce el Crisóstomo, «el que sana en ella [la piscina] es Cristo». Él es el Enviado del Padre, enviado a hacer sus obras (Jn 9,4), enviado a curar de la ceguera y arrancar de las tinieblas del pecado a todo hombre, enviado a iluminarlo y a hacer de él un hijo de la luz (2ª. lectura).
La piscina tomaba el nombre de un canal subterráneo, excavado en la roca, que recogía las aguas de una fuente externa de la ciudad de Jerusalén para introducirlas al interior de la misma, conduciéndolas a esta piscina. De allí que al canal se le había dado el nombre de “el que envía” el agua, y al agua de la piscina “el [líquido] enviado”. Es evidente que para San Juan esta agua es símbolo de Cristo, el enviado del Padre que devuelve la vista al ciego de nacimiento.
El ciego de nacimiento obedece a la voz del Señor y se dirige a la piscina, «se lavó y volvió ya viendo». Semejante milagro no queda desapercibido. Al ciego a quien tantos años habían visto mendigar ahora podía ver, no mendigaba más. La sorpresa es general y la típica curiosidad se despierta entre los vecinos: ¿eres tú, el ciego de nacimiento que mendigaba? ¿Cómo es que ahora puedes ver? ¿Qué ha pasado? La respuesta es clara y objetiva. Luego de describir cómo es que Jesús lo curó, quieren conocerlo personalmente.
Como el ciego curado no sabe por el momento dar razón del paradero de Jesús, los vecinos deciden llevarlo donde los fariseos para que dé testimonio de lo sucedido. ¿Será una señal de que el tal Jesús es el Mesías esperado? ¿Quién, si no, podría hacer semejantes señales? ¿Quién mejor que los fariseos para absolver estas preguntas?
Luego de escuchar el testimonio del ciego curado, las opiniones de los fariseos se dividen. Algunos juzgaban por zanjado el tema diciendo que «este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado». El sábado estaba mandado descansar. Nadie podía realizar trabajo alguno, y bajo esa prohibición y violación del precepto los fariseos consideraban que se encuadraban las curaciones milagrosas. Ya en otras ocasiones los fariseos estaban al acecho de Jesús para ver si curaba en sábado y tener de qué acusarle (ver Mt 12,10; Mc3,2). Ante el juicio condenatorio de algunos colegas otros fariseos argumentaban: «¿cómo puede un pecador realizar semejantes señales?» Por tanto, había que abrirse a la posibilidad de que Jesús efectivamente fuese el enviado de Dios.
En el interrogatorio al que es sometido el ciego curado se muestra la cerrazón de mente ante la evidencia del signo realizado. El poder del pecado se manifiesta en el amor propio, el apego a sus propias visiones, el creerse superiores y la incapacidad o “ceguera” para reconocer la realidad de la verdad objetiva. Los fariseos, negándose a abrir la mente a lo objetivo, buscarán torcer lo evidente y llegarán incluso al extremo de querer destruir la evidencia, como sucederá más adelante con la decisión de dar muerte a Lázaro, a quien el Señor había devuelto a la vida, «porque a causa de él muchos judíos se les iban y creían en Jesús» (Jn 12,11).
La ceguera o cerrazón en la que caen los judíos parte de un prejuicio: «sabemos que ese hombre es un pecador». Se habían empecinado en no permitir que nadie reconociese a Jesús como el Cristo, amenazando con excluir de la sinagoga a quien así lo hiciese. El prejuicio y el terco orgullo les impide abrirse a la realidad objetiva, ver la luz, por tanto permanecen en sus tinieblas. Ante las presiones que ejercen sobre el ciego curado para que cambie su versión y se ajuste a la idea que ellos se han hecho de Jesús, la verdad objetiva se abre paso: «Si es un pecador, no lo sé. Sólo sé una cosa: que era ciego y ahora veo”».
Finalmente, luego de tanto preguntarle y repreguntarle, con tono irónico el ciego curado les pregunta: «¿Es qué queréis también vosotros haceros discípulos suyos?» La furia se despierta en los fariseos, que no atinan sino a insultarlo, y declaran no saber de dónde procede Jesús. Ante tanta cerrazón y terquedad, brilla el razonamiento sensato y lúcido, carente de prejuicios: «Eso es lo extraño: que vosotros no sepáis de dónde es y que me haya abierto a mí los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores; mas, si uno es religioso y cumple su voluntad, a ése le escucha. Jamás se ha oído decir que alguien haya abierto los ojos de un ciego de nacimiento. Si éste no viniera de Dios, no podría hacer nada”». En resumen, Jesús tiene que ser un enviado de Dios. Ante la evidencia incontestable no les queda ya otro recurso que echarlo fuera.
Luego de la primera iluminación vendrá otra de mucho mayor trascendencia. Culminado el durísimo interrogatorio y echado fuera de la sinagoga el Señor Jesús sale al encuentro del ciego curado y se apresta a abrirle también los ojos de la fe a quien ha sido fiel a la verdad: «“¿Tú crees en el Hijo del hombre?” Él respondió: “¿Y quién es, Señor, para que crea en él?” Jesús le dijo: “Le has visto; el que está hablando contigo, ése es”. Él entonces dijo: “Creo, Señor”. Y se postró ante él» (v.35).
El ciego curado había realizado así un itinerario que lo llevó gradualmente a descubrir la identidad de Aquél que lo había curado, a confesar su fe en Él como profeta y finalmente a postrarse ante Él para adorarlo como el Hijo enviado del Padre.
Sobre el significado de la curación del ciego de nacimiento
Las lecturas de este Domingo giran en torno al tema de la luz y, en el Evangelio, el ciego curado e “iluminado” por el Señor Jesús se convierte en imagen de todos los bautizados, quienes arrancados de las tinieblas del pecado y de la muerte han llegado a ser «hijos de la luz» (2ª. lectura). En efecto, por el sacramento del Bautismo, que se conoce con el nombre de iluminación, los bautizados son “iluminados” con la luz de Cristo, de modo que «“tras haber sido iluminado” (Heb 10,32), se convierte en «hijo de la luz» (1 Tes5,5), y en «luz» él mismo (Ef 5,8)» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1216). Cuando esta Luz resplandece en el interior del hombre, éste se convierte en luz, se convierte en testigo de la Verdad que viene de Dios.
El pasaje evangélico del cuarto Domingo de Cuaresma muestra el camino que lleva al descubrimiento de esta Luz, al descubrimiento de Cristo. Ya en los primeros siglos del cristianismo los catecúmenos, a lo largo del itinerario que los preparaba para el Bautismo, experimentaban con la lectura y explicación del pasaje de la curación del ciego de nacimiento una anticipación del momento en que los ojos de su espíritu se abrirían a la luz de la fe mediante las aguas bautismales, entrando así a formar parte de la comunidad de la Iglesia.
La catequesis sobre el significado bautismal y el alcance de este evangelio es también actual e incluso indispensable para aquellos que, ya «iluminados» por Cristo con el Bautismo, pueden recaer en las tinieblas del pecado y por tanto siempre tienen necesidad de ser iluminados nuevamente por la luz del Señor, para redescubrir su vocación y misión de «hijos de la luz» y producir frutos de bondad, de justicia y de verdad en el mundo presente (2ª. lectura). En realidad, en el contexto de la Cuaresma todos los creyentes, vencidas las tinieblas del pecado, están llamados a hallar en Cristo Jesús «la luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn1,9), a adherirse más conscientemente a Él y a seguirlo con renovado empeño por el camino que, pasando por la cruz, lleva a la luz que no conoce ocaso.
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
Todos nosotros nacimos ciegos. Me refiero ciertamente no a una ceguera física, sino a otra “ceguera”, más profunda, más radical, aquella que es fruto del pecado: la ceguera que nos incapacita para ver a Dios y ver la realidad creada –especialmente a la criatura humana– como Dios la ve.
A esta “ceguera” hace referencia San Pablo cuando dice: «habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, antes bien se ofuscaron en sus razonamientos y su insensato corazón se entenebreció» (Rom 1,21). La palabra con que en la Escritura se designa este oscurecimiento de la mente y corazón es “escotosis”, que deriva del griego skotos, oscuridad, tinieblas. La escotosis es la ceguera en la que vive aquél que dice que ve, incluso con mucha claridad, cuando en realidad se encuentra en la más espantosa penumbra.
Por la escotosis el hombre no sólo se hace incapaz de “ver” a Dios, sino que al mismo tiempo se vuelve ciego a su propia realidad, engañándose de múltiples formas. Si ha sido creado por Dios, ¿cómo puede el ser humano entenderse sin Dios? ¿Cómo puede conocerse de verdad si desconoce a Dios? Sin conocer la verdad sobre Dios, tampoco puede el hombre conocerse cabalmente a sí mismo, es imposible que comprenda quien es, de donde viene, a donde va, cuál es el sentido de su vida, su misión en el mundo. Es como un aviador accidentado en medio del desierto, perdido, solo, incomunicado, sin brújula, sin GPS, sin un mapa o instrumento que le indique dónde se encuentra y hacia dónde ir para poder sobrevivir, caminará desorientado, su sed se hará cada vez más fuerte, empezará a desvariar por el calor, creerá que puede saciar su sed en los oasis que no son sino espejismos, y finalmente morirá en su desventura.
¿Quién nos librará de esta ceguera? ¿Quién devolverá la luz a nuestra mente y corazón? ¡Cristo es «la luz del mundo» (Jn 9,4), «la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9)! Sí, para esto ha venido: para reconciliarnos, para liberarnos de las tinieblas que inundan nuestra mente y corazón, para devolvernos la vista, para mostrarnos la verdad sobre Dios y sobre el hombre: «Cristo, el nuevo Adán, en la revelación misma del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre su altísima vocación» (Gaudium et spes, 22). ¡Déjate iluminar por Él y tendrás la luz de la vida, y tú mismo te convertirás en luz para muchos!
IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Agustín: «El Señor dice: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Esta breve sentencia contiene un mandato y una promesa. Cumplamos, pues, lo que nos manda, y así tendremos derecho a esperar lo que nos promete. No sea que nos diga el día del juicio: «¿Ya hiciste lo que te mandaba, pues que esperas alcanzar lo que prometí?» «¿Qué es lo que mandaste, Señor, Dios nuestro?» Te dice: «Que me siguieras.» Has pedido un consejo de vida. ¿Y de qué vida sino de aquella acerca de la cual está escrito: En ti está la fuente viva? Por consiguiente, ahora que es tiempo, sigamos al Señor; deshagámonos de las amarras que nos impiden seguirlo. Pero nadie es capaz de soltar estas amarras sin la ayuda de aquel de quien dice el salmo: Rompiste mis cadenas. Y como dice también otro salmo: El Señor liberta a los cautivos, el Señor endereza a los que ya se doblan. Y nosotros, una vez libertados y enderezados, podemos seguir aquella luz de la que afirma: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Porque el Señor abre los ojos al ciego. Nuestros ojos, hermanos, son ahora iluminados por el colirio de la fe. Para iluminar al ciego de nacimiento, primero le untó los ojos con tierra mezclada con saliva. También nosotros somos ciegos desde nuestro nacimiento de Adán, y tenemos necesidad de que Él nos ilumine».
San Agustín: «El género humano está representado en este ciego, y esta ceguedad viene por el pecado al primer hombre, de quien todos descendemos. Es, pues, un ciego de nacimiento. El Señor escupió en la tierra y con la saliva hizo lodo, “porque el Verbo se hizo carne” (Jn 1,14). Untó los ojos del ciego de nacimiento. Tenía puesto el lodo y aun no veía, porque cuando lo untó, quizá le hizo catecúmeno. Le envió a la Piscina que se llama Siloé, porque fue bautizado en Cristo, y fue entonces cuando lo iluminó. Tocaba al Evangelista el darnos a conocer el nombre de esta Piscina, y por eso dice: “Que quiere decir Enviado”, porque si Aquél no hubiera sido enviado, ninguno de nosotros habría sido absuelto del pecado».
San Juan Cristóstomo: «El que hizo de la nada sustancias mayores, pudo con más razón hacer ojos sin materia alguna, pero quiso enseñarnos que Él era el mismo Creador, que al principio se sirviera de lodo para formar al hombre. Por eso no se sirve de agua para hacer el lodo, sino de saliva, para que no atribuyéramos nada a la virtud de la fuente y entendiésemos que por la virtud de su boca hizo y abrió los ojos. Por último, a fin de que la curación no se atribuyese a virtud de la tierra de que se había servido, le mandó que fuese a lavarse. “Y le dijo: ve, lávate en la piscina de Siloé (que quiere decir Enviado)”, para que sepas que yo no necesito de lodo para dar vista. Y como Cristo era el que comunicaba a la piscina de Siloé toda su virtud, el Evangelista nos da en seguida la interpretación de este nombre cuando añade “que significa Enviado”, para enseñarnos que el que sana en ella es Cristo; porque así como el Apóstol nos dice que la piedra era Cristo (1Cor 10,4), así Siloé era una corriente de agua súbita espiritual, significando a Cristo, que se manifiesta contra toda esperanza.»
San Teófilo de Antioquia: «Dios se deja ver de los que son capaces de verlo, porque tienen abiertos los ojos de la mente. Porque todos tienen ojos, pero algunos los tienen bañados en tinieblas y no pueden ver la luz del sol. Y no porque los ciegos no vean deja por eso de brillar la luz solar, sino que ha de atribuirse esta oscuridad a su defecto de visión. Así tú tienes los ojos entenebrecidos por tus pecados y malas acciones. (…) Pero, si quieres, puedes sanar; confíate al médico y él punzará los ojos de tu mente y de tu corazón. ¿Quién es ese médico? Dios, que por su Palabra y su sabiduría creó todas las cosas. (…) Si eres capaz, oh hombre, de entender todo esto y procuras vivir de un modo puro, santo y piadoso, podrás ver a Dios; pero es condición previa que haya en tu corazón la fe y el temor de Dios, para llegar a entender estas cosas.»
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
Cristo es la luz verdadera que ilumina a todo hombre
748: «Cristo es la luz de los pueblos. Por eso, este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas». Con estas palabras comienza la «Constitución dogmática sobre la Iglesia» del Concilio Vaticano II. Así, el Concilio muestra que el artículo de la fe sobre la Iglesia depende enteramente de los artículos que se refieren a Cristo Jesús. La Iglesia no tiene otra luz que la de Cristo; ella es, según una imagen predilecta de los Padres de la Iglesia, comparable a la luna cuya luz es reflejo del sol.
Todo bautizado ha sido iluminado con la luz de Cristo
1216: «Este baño [del Bautismo] es llamado iluminación porque quienes reciben esta enseñanza (catequética) su espíritu es iluminado...» (S. Justino). Habiendo recibido en el Bautismo al Verbo, «la luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9), el bautizado, «tras haber sido iluminado» (Heb 10, 32), se convierte en «hijo de la luz» (1 Tes 5, 5), y en «luz» el mismo (Ef 5, 8):
El Bautismo es el más bello y magnífico de los dones de Dios... lo llamamos don, gracia, unción, iluminación, vestidura de incorruptibilidad, baño de regeneración, sello y todo lo más precioso que hay. Don, porque es conferido a los que no aportan nada; gracia, porque, es dado incluso a culpables; bautismo, porque el pecado es sepultado en el agua; unción, porque es sagrado y real (tales son los que son ungidos); iluminación, porque es luz resplandeciente; vestidura, porque cubre nuestra vergüenza; baño, porque lava; sello, porque nos guarda y es el signo de la soberanía de Dios (S. Gregorio de Nisa).
La fe nos libra de la ceguera del espíritu
1993: La justificación establece la colaboración entre la gracia de Dios y la libertad del hombre. Por parte del hombre se expresa en el asentimiento de la fe a la Palabra de Dios que lo invita a la conversión, y en la cooperación de la caridad al impulso del Espíritu Santo que lo previene y lo custodia:
Cuando Dios toca el corazón del hombre mediante la iluminación del Espíritu Santo, el hombre no está sin hacer nada al recibir esta inspiración, que por otra parte puede rechazar; y, sin embargo, sin la gracia de Dios, tampoco puede dirigirse, por su voluntad libre, hacia la justicia delante de Él (Conc. de Trento).
2087: Nuestra vida moral tiene su fuente en la fe en Dios que nos revela su amor. San Pablo habla de la «obediencia de la fe» (Rom 1,5; 16,26) como de la primera obligación. Hace ver en el «desconocimiento de Dios» el principio y la explicación de todas las desviaciones morales. Nuestro deber para con Dios es creer en Él y dar testimonio de Él.
2088: El primer mandamiento nos pide que alimentemos y guardemos con prudencia y vigilancia nuestra fe y que rechacemos todo lo que se opone a ella. Hay diversas maneras de pecar contra la fe:
La duda voluntaria respecto a la fe descuida o rechaza tener por verdadero lo que Dios ha revelado y la Iglesia propone creer. La duda involuntaria designa la vacilación en creer, la dificultad de superar las objeciones con respecto a la fe o también la ansiedad suscitada por la oscuridad de ésta. Si la duda se fomenta deliberadamente, la duda puede conducir a la ceguera del espíritu.
2089: La incredulidad es el menosprecio de la verdad revelada o el rechazo voluntario de prestarle asentimiento.
«El Señor cura toda enfermedad y toda dolencia: física, psicológica y espiritual. Desde su pedagogía reverente y respetuosa de la realidad del otro, va llevando a la conciencia de un mal mucho mayor que la enfermedad o la dolencia física: la falta de fe, el pecado, la enfermedad espiritual.
»El conmovedor pasaje del ciego de nacimiento en el capítulo 9 del Evangelio de San Juan es muy elocuente en este sentido. Luego de la curación y del diálogo entre el ciego y los fariseos, “Jesús se enteró de que le habían echado fuera y, encontrándose con él, le dijo: ‘¿Tú crees en el Hijo del hombre?’. Él respondió: ‘¿Y quién es, Señor, para que crea en él?’. Jesús le dijo: ‘Le has visto; el que está hablando contigo, ése es’. Él entonces dijo: ‘Creo, Señor’. Y se postró ante él” (Jn 9,35-38).
»Cabe destacar que en esta ocasión, como en el comentario sobre la muerte de los galileos en el Templo, bajo Herodes, o la torre de Siloé cuya caída mata a 18 personas (ver Lc 13,1-5), Jesús elimina la antigua creencia de que la enfermedad es efecto directo de un pecado propio o de los ancestros. Si bien la enfermedad y el sufrimiento están relacionados con el pecado, no lo están como simple causa-efecto. La magnitud del pecado culpable es tal que el Verbo Eterno se encarna por amor para sanar las rupturas de los hombres, para redimirnos de las consecuencias de la trasgresión.
»Al repasar los diversos pasajes en que el Señor Jesús cura enfermos se constata un sentido práctico. No hay disquisiciones sobre las causas u origen, ya que está implícito que a ellas se dirige la acción fundamental del ministerio de Jesús que lo llevará a la Cruz, en la que obtendrá la reconciliación del género humano. Las escenas lo muestran como “el médico que los enfermos necesitan” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1503), lo muestran realista, práctico y holístico. Se acerca a la persona doliente, a toda ella».
«En María se expresa una reconciliación muy particular, extraordinaria, y creo que muy significativa para la vida cristiana. En Ella se expresa la sabiduría de los sencillos, de los anawim, de los pobres, y se trasciende la ruptura generada por la ciencia que hincha y oscurece el entendimiento.
»Pienso que bien podemos aplicarle a la Santísima Virgen María la oración que hace el Señor cuando dice: “Yo te bendigo, Padre, Señor del Cielo y de la Tierra, porque esto se lo has ocultado a los sabios y a los inteligentes y se lo has revelado a los sencillos y a los humildes” (Mt 11,25; Lc 10,21).
»Precisamente, mientras en María brilla esa sabiduría de los ‘sencillos y de los humildes’, en los escribas y fariseos se nos muestra según la Sagrada Escritura una imagen totalmente diversa. Las Escrituras nos los presentan como la antípoda de la humildad y la sencillez. Mucho conocimiento sin humildad es un veneno; la tentación del poder por el dominio de una ciencia —cualquiera que ésta sea— es un peligro que se ve hoy brutalmente agresivo en el ‘racionalismo’ que todo lo busca someter a sus parámetros.
»A veces me pregunto si este racionalismo que hoy carcome tantas realidades y las banaliza en sus vacuas elucubraciones es diverso de aquel que se manifiesta en el escepticismo de Pilato en presencia de la revelación de la Verdad encarnada cuando dice: “¿Qué es la verdad?” (Jn 18,38). Y aún más, si este racionalismo es diverso del ofuscado manejo de adecuaciones y medidas de las escuelas farisaicas del primer siglo, ante las cuales surge con carga de denuncia la confesión del ciego curado en la piscina de Siloé“ para que se manifiesten las maravillas, las obras de Dios” (Jn 9,3). Cuando fue una y otra vez interrogado por los fariseos y al final de sus bravatas racionalistas, el ciego que había sido sanado por Jesús, les dice con tanta sencillez y con tanta verdad a los fariseos impugnadores: “Eso es lo extraño: que vosotros no sepáis de dónde es y que me haya abierto a mí los ojos” (Jn 9,30). Una cachetada desde la sencillez. Un tapaboca al soberbio racionalismo desde el hecho macizo del acontecimiento realizado. Cachetada y refutación que no mueven un ápice a aquellos que se encuentran seguros de sus quimeras y sus ‘razones’. Y a este episodio sigue un parlamento entre Jesús y unos fariseos que estaban en torno a Él.
»“Dijo Jesús: “Yo he venido a este mundo para un juicio: para que vean los que no ven y los que ven se hagan ciegos”. Algunos fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: “¿Es que también nosotros somos ciegos?”. Jesús les dijo: “Si fueran ciegos, no tendrían pecado; pero, como dicen: ‘Vemos’, su pecado permanece” (Jn 9,39ss).
»La sencillez, la humildad, la reverencia ante los acontecimientos que la trascienden es clarísima en María, llamada a ser la Madre de la misma Vida Cristiana, Jesucristo, Señor Nuestro».
P. JESÚS MARTÍ BALLESTER
jmartib@planalfa.es