DOLORES Y GOZOS DE SAN JOSE SIETE DOMINGOS DE SAN JOSE Esta
piadosa devoción a san José, la inició el venerable P. Jenaro Sarnelli en 1744, discípulo de san Alfonso María de Ligorio, y los Papas Gregorio XVI y Pío IX la
enriquecieron con indulgencias. Para lucrar Jesus Marti Ballester |
PRIMER DOMINGO PRIMER DOLOR Y GOZO Estando desposada su
madre María con José, antes de vivir juntos se halló que había concebido en
su seno por obra del Espíritu Santo (Mt 1,18) José
se sabía verdaderamente afortunado por haber encontrado a María, una mujer
que pensaba como él y tenía a Dios como valor más importante de su vida.
Reconoce y agradece los designios de En medio de su deseo
por agradar a Dios y amar a su esposa observa con sorpresa que María espera
un niño. ¿Qué significa aquello? María era una mujer muy especial y en ese
momento sospecha que algo grande ha debido suceder; un misterio divino como
tantos otros que recoge José piensa que
tiene que desaparecer de la escena y dejar que Dios haga como desee. Pero
sufre, sufre muchísimo porque eso supone dejar a quien más quiere en el
mundo. En ocasiones no se
entiende lo que sucede. ¿Qué hacer entonces? Mirar a Dios y esperar. Dios es
fiel; quien se apoya en él no quedará defraudado. El ángel del Señor
se le apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir a
María, tu esposa, pues lo concebido en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz
un hijo y le pondrás por nombre Jesús (Mt 1, 20-21).
Cuando se consideran las cosas en la presencia de Dios se pueden ver como
Dios las ve. A José se le hace entender que María ha concebido virginalmente
y no sólo no debe abandonarla, sino que, siendo su esposo, el Salvador nacerá
en el seno de una familia, de la cual él será el padre, pues debe poner el
nombre al Niño. Gozo inmenso al
conocer su misión: cuidar al Mesías prometido. Se le pide no separarse de
Jesús ni de María. El dolor ha dado paso a la alegría desbordante y se va
corriendo a contar a su esposa lo que acaba de descubrir: su vocación. Antes José se sentía
afortunado, pero al comprender los planes divinos siente una alegría mayor.
José mira con inmenso cariño a María y agradece a Dios haberle escogido a él
para contemplar y participar en tales sucesos divinos. Por este dolor y gozo,
te suplicamos te dignes consolar nuestras almas ahora y en nuestros últimos
momentos; alcánzanos la gracia de llevar una vida santa y tener una muerte
semejante a la tuya, en compañía de Jesús y de María. NARRACION POETICA DE
LOS DATOS BÍBLICOS María divisó a José
vestido con su blanca túnica y su manto rojo nuevo con su guirnalda de flores
en la cabeza. Su túnica azul, ceñida con el cinturón nupcial y el velo de Sidón, regalo de José, flotaron con la brisa. La mirada
de José se le clavó en el alma. Los niños lanzaron flores: Que el Señor os
bendiga”! El archirrabino enlazó sus manos derechas: -Que el Dios de
Abraham, de Isaac y de Jacob esté con vosotros y os una y os bendiga. María miró a José Le
pareció como un niño que buscaba una mano de madre, no barruntaba el incierto
futuro. María, en medio de la alegría, se creyó vagamente, intuitivamente
sabedora de un porvenir que entre brumas adivinaba a la vez hermoso y
difícil. Era dichosa, sí, pero desde la realidad del momento, que para mí era
entonces el amor de José. El anciano se
acarició la barba: -Nosotros somos
hijos de santos y no podemos juntamos a la manera de los gentiles, que no
conocen a Dios. José le devolvió la
mirada. Una ráfaga de emoción inundó mis ojos y me hizo olvidar todo sólo por
un instante. Su mirada fue entonces parecida a lo mejor de su silencio.
Taladraba su alma y la hacía columpiar con él en una paz sin nombre. Se
sintió feliz, con una alegría que la ruborizaba. Comprendió en aquel segundo
que el amor era uno y que en aquella mano de hombre que estrechaba la suya
ese amor infinito se expresaba entero. Luego estalló la
fiesta, un banquete de boda campesina, donde se derramaron convertidos en
vino y para regocijo del pueblo los ahorros de muchos años. De aquello sólo
recuerda ruido: ruido de copas, ruido de baile, de saltos, de risotadas.
Esperaba ese momento, el peor de las bodas, como un calambre en el
cuerpo. Ella lo sabía, pues
había asistido a otras muchas bodas en Nazaret y en
los pueblos cercanos. La fiesta de fuera adentro. Los que se pasan, se
emborrachan, quieren callar su verdad a trago limpio, para que luego la noche
se oscurezca más y el día siguiente el regocijo se convierta en dolor de
cabeza y soledad mayor. Aunque conservaba su
sonrisa a flor de labios, todo aquello le sobraba. Ella hubiera querido salir
corriendo con José hacia el valle umbroso de su encuentro, a hundir de nuevo
sus pies desnudos en el arroyo y beber juntos el agua compartida. Pero la
gente necesitaba la fiesta, el baile, la algarabía. Y María intentó poner el
alma en ello. Pasada la medianoche
sus tíos le dieron un beso y se retiraron. Los padres de José la estrecharon
en un abrazo como a su nueva hija y poco a poco la casa se fue quedando sola.
María mira su
estancia en penumbra. En un rincón, la arqueta y la rueca de mi madre; en
otro, la cesta, rebosante de ropa limpia, junto a la sillita de coser. Más
allá, un búcaro de agua y un tiesto con flores del campo que había recogido
con mimo ayer. En la fresquera, albaricoques y manzanas. Las entrañables
cosas habituales. Cada mañana la
penumbra la invita al silencio y a recitar el salmo: Levanto mis ojos a ti
que habitas en el cielo. Como los ojos de los esclavos pendientes de la mano
de su amo, como los ojos de la esclava pendientes de la mano de su señora.
Ella estaba desposada con José. Su ser interior se ensanchó y se abrió en sus
entrañas. Su alma se perdía en un mar de luz. Sintió en los ríos de sus venas
una inundación. Algo nuevo, muy especial, estaba ocurriendo dentro de su
interior. ¿Era la primera vez que veía un ángel? No sabía cómo expresarlo con
palabras, con sus torpes palabras de aldeana de Nazaret,
Sólo sabía decir que oyó pronunciar su nombre como una música interior: -Ave
María. La voz del mar, la
voz de las estrellas, la voz del llanto, la voz de los mudos sin voz, la voz
de los salmos, la voz de la poesía, la voz de la mirada. -Ave María. -¡Hola, María –le
dijo--, hola!. ¿Hay algo más
hermoso para una mujer enamorada que oír pronunciar su nombre? Pues era Dios
mismo el que lo pronunciaba con sonido tan peculiar, y la piropeaba
diciéndole: -¡Alégrate, preciosa
mía, el Señor está contigo!. ¿Cómo no iba a
sentir alegría? En aquel momento era ella la alegría, pues nadaba en el Ser.
Enrojeció como lo que era, una adolescente turbada por tanto elogio.
«Favorita, llena de gracia, enamorada, preciosa. Y detrás de mi nombre el de mi hijo: Jesús. Iba a ser madre, le
aseguró la luz invisible de Dios, que la visitaba, se iba a hacer visible,
iba a tomar carne, nacer como un niño, vivir y morir como un hombre. ¿Era un
mensaje? ¿Era una certeza? ¿Era una aparición? No podía explicar lo que
sintió. Se sintió diminuta, como una violeta escondida. Quizás fue por ser la
belleza que no se sabe bella, como las rosas son bellas porque no saben que
lo son, por sentirse tan pequeña, tan natural como una rosa o una estrella
perdida. Aquel mensaje la
anonadó. ¿Iba María, a dar a luz a -“El Señor está
contigo, contigo, contigo”. Aquella promesa era
como un bálsamo, una lengua de fuego que calentaba sus entrañas. -“No temas, María,
porque gozas del favor de Dios”. -“Concebirás y darás
a luz un hijo, a quien llamarás Jesús. Será grande, se llamará Hijo del
Altísimo: el Señor, Dios, le dará el trono de David, su padre, para que reine
sobre Jesús. ¡Nombre nuevo
y bello que aromatizó para siempre el mundo! Ya iría siempre unido al suyo.
“Se llamará Jesús”. Yohsua, en hebreo. Sus labios
iban a repetir ese nombre cientos, miles de veces, y su corazón iba a latir
al compás del caminar de sus sandalias, pisada a pisada. Pero ¿cómo se puede
concebir a Dios? ¿Ser madre de Dios? ¿Engendrar al increado? ¿Qué iba a hacer
ella, una joven de pueblo que acababa de celebrar sus desposorios y a punto
de casarse? El ángel le susurró
sobre una fuerza que la acompañaría: una sombra, una protección de Dios. El
Espíritu: Ruah, el aliento, el hálito vital, la sabiduría
misma. Siempre sobre ella sentía dos manos grandes que aleteaban sobre su
cabeza. Sabía que él hablaba en las Escrituras, cuando el salmista escribía
“El Señor es mi pastor, nada me falta”. -“El Espíritu Santo
vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te hará sombra”. Pero hasta las
piedras pueden ser pan. El mensajero le dijo que Isabel, su prima, casada con
Zacarías, había concebido en su vejez. De lo joven y lo viejo, del abrazo y
de la virginidad nace lo nuevo, nace Dios. Él es siempre el padre de los
versos y de las risas, de los trabajos y del arte. Las entrañas muertas de
Isabel engendraban. La tierra reseca puede florecer, este pequeño mundo puede
dar a luz a Dios. Siempre había vivido
en la luz de Dios. Ahora percibió mejor su sombra, la que hace hermosos todos
los abrazos y fecundas todas las lágrimas, la que se proyecta cobijando a
cada niño que nace o cae en la tierra para abrazar a los que se apagan en la
muerte. Y sintió susurrar al mensajero: -“pues nada, nada es imposible para
Dios”. Vio entonces, como
en un suspiro, lo que iba a ser su vida: la alegría. Y el peso de su misión.
Vio su soledad habitada y tiempo de
fama y de piedras, de amor y de miedo. Supo que decir que «sí» era como
aceptar en su tierra una semilla que daría al mismo tiempo jardines de flores
y punzantes espinas. Pero ¿puede el campo decir no a la lluvia y el torrente
pararse en el barranco? ¿Puede la flor no perfumar y el cinamomo no destilar
aceite para la unción y la curación? Reclinó su alma en la oración, como dice
el salmo, “como un niño acurrucado en los brazos de su madre” y enmudeció.
Venían como ejércitos de criaturas para llamar a sus puertas de niña-madre
encendida en el amor virgen. Querían que les abriera la puerta para poder
liberarse y correr hacia el mar. Querían un nombre con el que poder llamar a
Dios y una mano de hombre que poder estrechar y una palabra de hombre para
poder escuchar, y una sangre de hombre para aliviar su dolor. Querían un
cuerpo blando de hombre al que poder machacar. Todos venían corriendo hacia
ella, comenzando por el pueblo de Israel, Moisés al frente por el desierto y
seguido de los reyes, los patriarcas y los profetas. Todas las manos
suplicaban y todos los ojos me buscaban. Demasiado peso sobre
los frágiles hombros de una niña. Dijo que sí. ¡Dijo
que sí! ¡Dijo que sí! -“He aquí la esclava
del Señor; hágase en mí según tu palabra”. Dijo sí con la naturalidad con que
el agua de la fuente se escapa al arroyo y la abeja liba en la flor del
manzano. Desde la insignificancia de una sierva sin nombre que habla en
nombre de todo un pueblo olvidado, triste pecador y oprimido. He aquí la esclava,
la niña, la última, la servidora, la disponible, atenta, callada, entregada,
tuya, amor, toda tuya. Poco a poco las cosas habituales recuperaron su
presencia: la arqueta, el canasto, la rueca.
El sol ya brillaba radiante en su ventana y de lejos se oían las voces
de los labradores. Para miles de hombres que no creen en el valor de lo
pequeño nada había ocurrido en realidad. Porque es tan difícil creer en lo
que ocurre en el corazón de una pobre muchacha perdida en una recóndita aldea
de Israel, mientras medita sentada en un rincón de su pobre alcoba horadada
en la montaña. Dios ama lo pequeño y cuando nace una flor es primavera en el
universo. También se sintió
mirada y elegida y llamada y más pequeña, más frágil que nunca. Por vez
primera no sólo se supo, sino que se evidenció hecha de tierra y cielo.
Mujer”. Por eso, ahora al
terminar de meditar el relato inefable, ya no me atrevo a decirte, a orarte,
“hermana”, porque acabas de aceptar ser Madre, aunque sigo sintiéndote
“hermana”, mi hermanita pequeña, y por tanto más asequible, más comprensiva,
más igual, más criatura y ¿qué te voy a decir? ¿qué
te voy a pedir? Tú no pudiste estar enferma, porque no tenías el gusano de
pecado, yo sí lo puedo estar y lo estoy, y todos los que yo quiero, también
lo están, que seas nuestra hermosa enfermera, que nos unjas, que nos cures,
que nos des fuerza para seguir escribiendo y hablando de ti, Madre tierna,
hermanita pequeña. Díselo a tu Hijo, a nuestro Hermano Jesús. Hazlo, Madre.
Amen. Por fuera todo seguía igual. Como siempre, tenía que caminar por los
mismos caminos y saludar a las mismas gentes; pero dentro de mí respiraba la
luz y mi corazón podía volar. Vivía con todos, sonreía a todos, pero percibía
detrás de las cosas como si el mundo entero fuera un fanal. Mi éxtasis
cotidiano cruzaba por el griterío de la plaza. Pensaba en la nube
sobre ella, la que la protegería. ¿No era una nube de luz? Ella se encargaría
de ir aclarando las cosas. Cuando pocos días
después, antes de que amaneciera, cogió un atillo para ir a Ain Karim a visitar a su prima
Isabel, sintió que la vida se imponía con sus acontecimientos. Siempre había
sabido que hay un plan y que no hay que forzar nada, pero dentro de su paz
sentía una excitación especial. ¡Todos estaban tan
ajenos a lo que ella había vivido! Al llevar el cántaro a la fuente las
amigas la saludaban como si tal cosa, y sus parientes le decían que la
notaban como más ensimismada y misteriosa. Callaba, sonriendo, pues iba bien
acompañada. Se sentía iluminada, arrobada por el abrazo de una palabra
pronunciada dentro de ella. Cuando comenzó a
vivir con José, su amor no había cambiado. Le quería más. Su esposo era un hombre
maravilloso. Siempre estaba en el lugar justo. Cuidaba de ella y su sencillez
ungía las tardes de quietud hogareña. Pero ella percibía que su experiencia
era incomunicable. Pero José estaba allí y la quería. Le encantaba apoyarse
en su hombro y sentir el rozar de su barba en su frente. Ella no le dijo nada
con palabras, y lo veía preocupado, no porque desconfiara de ella, sino como
inquieto, como el enamorado que intuye secretos inaccesibles en la amada. Le dijo que quería
visitar a su prima Isabel. Hacía medio año que su marido, Zacarías, había
tenido una espléndida noticia mientras oficiaba en el templo. Salió de allí
con los ojos llenos de lágrimas y completamente mudo. Todos lo miraban
sorprendidos. Sólo por señas pudo explicar que, a pesar de su ancianidad, su
prima Isabel, su esposa, estaba embarazada. Isabel estaba como unas pascuas.
Hay que conocer lo que para una judía supone ser madre y la tragedia que en
nuestra tradición es la infertilidad. «Dame hijos, porque si no me muero»,
pedía Raquel a Jacob, envidiosa de su hermana; y la vieja Sara se volvió loca
de alegría cuando supo que iba a dar a luz en su ancianidad. Todas las
mujeres de Israel llevaban clavada esa historia en el alma. José aceptó que se pusiera en camino. Así que salió
hacia Aim Karim, que
distaba más de -Ve tu sola -le dijo
José-, no puedo dejar el trabajo. Te echaré de menos. Avanzaba por la
llanura del Esdrelón, camino polvoriento entre los
secos rastrojos de cebada y trigo húmedo, cuando atraviesan los verdes
sembrados de tréboles. Envuelta en su manto, se sentía feliz sólo por
existir. Se limitaba a escuchar la canción de todas las cosas que armonizaban
con su música interior. El perfil ruborizado del monte Tabor y el campesino
que uncía el arado, la brisa fresca que le acariciaba el rostro, cada brizna
tenía un sitio y ella podía conversar con Dios sin hablar. ¡Oh, Dios, qué bella la palabra que no se dice y qué
música la del silencio interior! El mundo entero era un salmo y el corazón del
mundo la habitaba. Cuando dirigía la mirada al Tabor, le parecía estar viendo
a Deborah, que encontró allá arriba a Baraq y a sus galileos, cuando se abalanzó y venció sobre
aquella llanura al ejército de Sísara. Esa victoria
militar se debió a dos mujeres: Deborah, la
profetisa, y Jahel, la esposa de Jéber. Allí se vio la fuerza de lo débil. Llanuras
regadas por la sangre de los padres. Como si los viera pasar con sus caravanas, cautivos,
rumbo a Babilonia. Guerras y más guerras. Sangre de madianitas, vencidos por Gedeón. Y al fondo, la sierra de Gelboé,
donde cayeron Saúl y Jonatán. Recordó que el Arca
de Cruzaron la praderas
de Dothain, donde fue vendido el patriarca José por
sus hermanos y partiría a Egipto como esclavo, para ser luego señor de los
egipcios. Su pensamiento voló hacia el otro José, su esposo, también hijo de
Jacob. Cruzaron Betulia, llena de recuerdos de
Judit. Finalmente, divisaron el templo de Jerusalén ardiendo a la luz del
ocaso. Una voz le seguía repitiendo sin palabras: “No temas, María”. A los
cuatro días de viaje, despuntaron las casas blancas de Ain
Karim, que verdeaban de olivos, viñedos y árboles
frutales. Un gozo inexplicable le rebosaba, pues era entonces casi una niña.
Por dentro iba a estallar de alegría. Se encaminé a casa
de Isabel. Estaba tendiendo la ropa, me vio desde una ventana y corrió hacia
ella loca de alegría. ¡Qué abrazo aquel
entre mujeres que se entienden sin palabras! María se quedó muda. Isabel estaba como arrobada. -Lo sé, lo sé todo
-decía-, “Bendita entre la mujeres, bendito el fruto de tu vientre. ¿Cómo se
te ha ocurrido venir, María?, le dijo. ¿Quién soy yo para que me visite la
madre de mi Señor?” ¡Qué vuelco! Había sentido un salto de alegría, un baile
en sus entrañas, dijo Isabel. Y el alma de María brincaba de fiesta ante la
grandeza del Dios que hace cosas grandes. Por un lado salían de su boca palabras
conocidas, repetidas en otros cantos. Engrandecer a Dios era acoger con gozo
su presencia, subir a una distancia donde todo se desborda y volver gozosa y
transformada. ¡Todo había sido tan
espontáneo y gratuito! Se había mirado. Y su mirada había producido la
maravilla. De pronto la tierra yerma florecía y la fuerza hablaba por su
pequeñez. Vio palmeras, cinamomos, vides y limoneros en el desierto. No era
orgullo lo que sentía exactamente por esa predilección. Era lucidez. Tan poca
cosa, como para saberse canal libre donde podía correr su agua sin medida.
Percibía que había llegado el momento del gran cambio, de la esperada
noticia. Porque el Poderoso
ha hecho proezas, su nombre es santo. Su misericordia con
sus fieles continúa de generación en generación. El sol del mediodía
había bañado el abrazo de las dos mujeres de Israel, donde el poderoso había
hecho proezas. Zacarías se limpiaba las lágrimas. Supo que ellos, como yo, no
estaban solos, Eran también predilectos, los escogidos para el canto de la
libertad que cambiaba el curso de la historia y nos iba a permitir nacer de
nuevo. Su poder se ejerce
con su brazo, desbarata a los soberbios en sus planes, derriba del trono a
los poderosos y ensalza a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y
despide vacíos a los ricos. Miró con amor los
ojos ingenuos y cansados de los que le escuchaban, la gente que trabaja de
sol a sol, que lucha por dar algo de comer a sus criaturas, que nunca gozó de
abundancia, víctima de un mundo mal repartido. Su canto no era para los
autosuficientes, los que creen saberlo todo, los que están tan llenos de
tanta cosa que no son capaces de recibir nada, los intolerantes, los
intransigentes. Sentía que venía un
tiempo nuevo en que la historia se leería desde abajo, desde los últimos y
menospreciados de la tierra. Los
ciegos, los cojos, los leprosos, los deprimidos, los fracasados, los
desheredados, las prostitutas, los borrachos, los tartamudos, los feos, los
solitarios, los enfermos, todos ellos se abrían paso hacia la vida. Los potentados, por
su parte, seguirán bien afincados, quizás en Roma y Jerusalén, creyendo
gobernar el mundo o disfrutando de unas riquezas tan efímeras como el
forraje que olisqueaban las bestias en el corral de mi prima. Creían imponerse
por la fuerza y el poder. Ahora el mundo, como un calcetín se volvía del
revés. Ahora su canto era mucho más que su propio canto, señalaba a los que
no buscan su seguridad en sus riquezas, ni en sus tierras, ni en sus
vestidos, ni en su puesto y categoría, ni esclavizan a los demás con este
fin. ¡De abajo nacía un
hombre nuevo que no se encarama en el trono para oprimir, que no pone su
corazón en el oro, ni en el gobierno, sino que anda entre las cosas con el
corazón ágil y sabe del amor y de la mesa donde todos pueden sentarse a comer
juntos. Le parecía que le iba a estallar de gozo el corazón. Auxilia a Israel su siervo, recordando la
misericordia, prometida a nuestros padres, en favor de Abraham y su linaje
por siempre. Zacarías reapareció
entonces en la puerta de la casa con un cántaro de vino. Aún estaba mudo,
pero sus ojos brillantes alababan a Dios mejor que las palabras. Todos los
que habían escuchado su cántico de alabanza fueron invitados. Bajo la parra
de la casa del sacerdote el vino corrió de boca en boca con la abundancia de
su júbilo, y algunos se pusieron a danzar. Sintió más que nunca, que Dios es
Dios de vida y que sólo los humildes, los que están tan vacíos por dentro
como para dejarlo transparentar, pueden disfrutar en el gozo de su danza. María también
estrechó las manos de aquellos pobres y pequeños, gente como ella, y bailó.
La danza celebraba una protesta y una esperanza. Estaba transmitiendo los
gemidos de parto de una tierra hacia su libertad. Celebrábamos, casi sin
saberlo, la era de lo gratuito, la grandeza de lo pequeño, la pequeñez de lo
grande, el júbilo de ser. El espíritu hablaba por mí. Se quedó tres meses
para cuidar y acompañar a su prima Isabel. La hizo feliz y ella se sintió
también feliz por ello. Paseaban juntas al frescor del atardecer para
compartir confidencias. Por un lado, deseaba intensamente volver a estar con
José. Por otro, le preocupaba cómo reaccionaría ante su gran secreto. -No temas, María
-repetía su prima, dándole su mano. Ella asentía. Como siempre, confiaba en
la nube de luz que la cobijaba, se reclinaba en el hondón de su habitado
silencio y escuchaba una vez más el favorecida, el contigo, mientras los
amaneceres sucedían a las noches dejando en sus labios un sabor a más, un no
sé qué de quietud, paso de todo lo visible y permanencia del fuego que
desbordaba desde dentro. Feliz tú porque has
creído! Que todo esto que hemos ido reproduciendo
con tanta ingenuidad y belleza se nos haga presente en nuestros días oscuros,
en nuestros días sin sol y en los chaparrones, cuando nos traten con
desprecio los grandes, cuando nos paguen mal por bien, cuando nos agobie el
trabajo, en las noches oscuras del espíritu y en las escasas recompensas de
los grandes de este mundo, aún viejo. Que pensemos que todo será nuevo, con
tu ayuda, María. Amen. Por fuera todo seguía igual. Como siempre, tenía que
caminar por los mismos caminos y saludar a las mismas gentes; pero dentro de
mí respiraba la luz y mi corazón podía volar. Vivía con todos, sonreía a
todos, pero percibía detrás de las cosas como si el mundo entero fuera un
fanal. Mi éxtasis cotidiano cruzaba por el griterío de la plaza. ¿Qué noche tan oscura tuvo que
atravesar San José. María quería revelarle el secreto. Pero no se atrevió.
¿Cómo se lo decía? A punto de repudiarla. Se le rompía el corazón. Cada día
aparecía más evidente. Se le habían echado 20 años encima. ¡Pobre José! Dios
lo arreglará. Tiene que sufrir. María le veía ojeroso, sufriendo. No podía
dormir y en un momento, el ángel le quitó todo el peso que le atormentaba. No
temas, es del Espíritu Santo. “Le pondrás por nombre Jesús”. José llegó a casa y
llamó a María. La abrazó. Después puso su mano en su seno e inclinó la
cabeza. En aquel momento parecía que el tiempo se había parado y que los dos,
José y yo, eran uno en el rayo de sol que entraba por la ventana. La paz que
sintió María en aquel momento era como una gran extensión de inefable
silencio. No existía ni el pasado ni el futuro. Sólo el instante eterno. El
viento jugaba con las hojas de la vieja parra. Un niño lloraba a lo lejos.
José se levantó y me dio un beso. Lo peor ha pasado, pensé. Él ha creído lo
increíble, se ha lanzado al abismo en un acto de fe, ha entrevisto. Pero la
fe no es la visión. Muchos días se le va hacer cuesta arriba, es un hombre, y
el día a día muy a ras de tierra. Se fue a dar de comer al asno y a sacar
agua del pozo. Yo puse habichuelas a remojar y a seguir barriendo, mientras
le susurraba a mi niño: Chiquitín. ¡Cómo lo revolucionas todo! ¿Es que vas a
poner el mundo del revés? Aquella noche, aunque para José nunca dejara de
ser noche, nos había unido a los tres para siempre. El Señor viene a
redimir y sin sangre no hay remisión, proclama San Pablo. Necesita víctimas y
comienza por sus padres. Han sufrido el martirio de la duda, de la
separación, y se quieren, como una ofrenda de perfume agradable a los ojos
del Padre. Te pedimos, Madre, te suplicamos; José, capacidad de sufrir, de
padecer practicando las virtudes del esfuerzo cristiano, sin el cual, nada
crece. Reina de los mártires, ruega por nosotros. Amen Castísimo Esposo de
María, glorioso san José. Así como fue terrible el dolor y la angustia de tu
corazón cuando creíste que debías separarte de tu Inmaculada Esposa,
experimentaste después un vivo gozo cuando el Ángel te reveló el misterio de |
Jesus Marti Ballester |
Pedro Sergio Antonio Donoso Brant |