
VOY A CUMPLIR 69
AÑOS DE SACERDOCIO EL 31 DE MAYO
Parece ser éste tiempo
de reflexionar, de agradecer la elección y de preguntarme cómo he ejercido
mi misión trascendente que se me ha encomendado. De momento confieso que
las vísperas de mi Ordenación fueron poco propicias para el recogimiento
que merecía el paso: final de curso de cuarto de Teología y preparación de
los exámenes, preparación de la solemnidad según las costumbres de los
pueblos y de las ciudades en una Primera Misa, invitaciones a los
padrinos y a todo el pueblo, con sus cartas correspondientes, invitaciones
a los sacerdotes y a los amigos, impresión de los recordatorios, la
atención a los regalos, el acuerdo con el predicador, que en mi caso iba a
ser Don Juan Benavent, que tenía que combinar otro sermón suyo en Moncada,
la organización de todos los detalles, de la orquesta y de los clavarios de
la Minerva, pues mi Primera Misa coincidía con su fiesta, Infraoctava del
Corpus. Total, que las circunstancias no favorecieron, sino que me
descentraron del momento teologal, lo que no me ocurrió en la Ordenación de
Diácono, harto más preparada, cercanos los ejercicios espirituales
preparatorios, más un novenario al Espíritu Santo que celebré por mi cuenta
y entonces sí, sentí su invasión en la imposición de las manos en medio de
una lluvia de lágrimas, ante mi sonrojo y asombro de obispo y canónigos y
los demás asistentes a la ceremonia.

EN LA ORDENACIÓN PRESBITERAL
NADA DE ESO. Palo seco. Y llegó la Primera Misa que fue precedida por
una Hora Santa con Exposición del Santísimo Sacramento el domingo anterior
con sermón de acción de gracias, que predicó mi profesor de Filosofía, Fray
Luís Colomer, sabio franciscano, en sustitución de mi condiscípulo y amigo,
Rafael González Moralejo, futuro obispo auxiliar de Valencia y después de
Huelva. Presidieron las Autoridades y cantó mi tío, el tenor Vicente Martí
Ballester, Cantor de la Capilla del Patriarca de Valencia con varios
cantores de la misma Capilla, que interpretaron un trisagio de Perossi. Se
voltearon las campanas, y al final hubo besamanos al misacantano. Este fue
el acto más íntimo y recogido de todas las celebraciones y del que tengo un
gratísimo recuerdo.
LA PRIMERA MISA
- DIA 8 DE JUNIO DE 1947
En la Parroquia de Carpesa,
ciudad de Valencia, se celebraba la solemnidad del Cuerpo y la Sangre
de Cristo el domingo infraoctava por decreto diocesano para no interferir
la fiesta y la procesión de la Catedral de la Diócesis, y en ese domingo
infraoctava es en el que yo celebro mi Primera Misa, consiguientemente en
la procesión el misacantano llevará la Sagrada Custodia bajo palio. Fue el
momento, largo, porque lo era el recorrido para establecer cauce ancho para
la acción de gracias al Señor por el don recibido con el sacerdocio.

Caminando por mis calles tan
familiares y recordando nombres y personas, me preguntaba, ¿por qué yo?,
¿por qué a mí? Y me sucedía como aturdido pensar que se había
equivocado Dios. Y a la vez que me aturdía, me sumía en la profunda
humildad de la fe y de la misericordia y recordaba las palabras del
Magnificat, en un gran silencio.
Sesenta
cascadas de ventura
han
caído en los surcos de mi vida.
Sesenta
amapolas en la herida
que la
mano de Dios ungió de albura.
¡Sangre
de Cristo que mi sed apura
por las
almas hambrientas, desvalidas...!
¡Ira de
Dios, por ella convertida
en
hontanar de luz y de ternura...!
Toma,
Señor, mi corazón anclado
en el
piélago azul de mil querubes,
que en
un cielo la tierra me han trocado.
Hazlo
sencillo, virginal, sin nubes...
Escóndelo,
piadoso, en tu Costado..
¡Que
cuanto más lo humillo, Tú más subes!
El Señor ha hecho obras
grandes en mí, a favor de su pueblo sacerdotal. Me ha ungido, me ha
cubierto con la sombra de su Espíritu, me ha conferido el poder, mayor que
el de la Virgen María, según San Juan de Avila, de hacer descender del
Cielo al Hijo de Dios, que es engendrarle de alguna manera, poder perdonar
los pecados en su nombre. Esto, Padres, es ser sacerdotes: que amansen a
Dios cuando estuviere enojado con su pueblo; que tengan experiencia que
Dios oye sus oraciones, y les da lo que piden, y tengan tanta familiaridad
con ÉI; que tengan virtudes más que de hombres, y pongan admiración a los
que los vieren: hombres celestiales o ángeles terrenales; si pudiesen ser,
mejores que ellos, pues tienen oficio más alto que ellos. Y porque con más
autoridad entendamos cuáles habemos de ser, oigamos a nuestro padre San
Pedro, que amonesta a los sacerdotes cuáles debemos de ser, diciendo
(1Petr.,2,9): “Vosotros sois una raza elegida”: no de carne, ni de sangre,
mas nacidos de Dios e hijos suyos, semejables en las costumbres a Él. Sois
sacerdocio real, Reyes de los hombres, porque los regís según Díos. A los
demonios mandáis; con Dios podéis tanto, que lo traéis a vuestras manos, y
de airado lo tornáis manso. ¿Quién hay que reino tan conforme, poderoso y
precioso posea? Reyes somos y gente santa, dice San Pedro; el cual aun los
legos pide que lo sean, cuánto más nosotros, a los cuales dice el Señor
(Le, 19, 2): “Sancti estote, quia ego sanctus sum”. “Sed santos, porque yo
soy santo”. Diciendo estoy esto, y hiriéndome el corazón, mirándome a mí,
que, habiendo de tener santidad, no creo que tengo el principio de ella.
Gente santa, pueblo que Dios ha ganado, y que se llama heredad y hacienda
de Él, porque es la principal posesión de Dios en la tierra, en la cual ha
de coger fruto en sí y en los otros.
Los sacerdotes somos
particularmente deputados para honra y contentamiento de Dios, y guarda de
sus leyes en nos y en los otros. Y si algún tiempo vivimos en las tinieblas
de nuestros pecados, ya el Señor nos llamó, dice San Pedro, de aquella
ceguedad, y nos trajo a su admirable lumbre (1 Petr 2, 9), dándonos su
gracia, y lumbre de su divina doctrina, con que nosotros enderecemos
nuestros pasos conforme a la voluntad de Dios, y hechos lúcidos, anunciemos
a los que están en tinieblas las virtudes y bondad de a que este Señor que
las ejercitó con nosotros. Tales, Padres míos, y tan calificados habemos de
ser los que oficio tan calificado tenemos. Y la poca estima en que este
oficio es tenido, y la mucha facilidad con que se toma, y la poca santidad
con que se trata, no son bastantes causas para que en el juicio de Dios se
nos deje de pedir la buena vida que tal oficio demanda.
Ni reyes, ni emperadores, ni
ninguno de los famosos, pueden obrar “in Persona Cristo”. No obro por delegación,
sino en nombre propio: “Esto es mi cuerpo”. “Esta es mi sangre”. “Yo te
absuelvo”. “Yo te bautizo”. Y proclamar auténtica y no adulterada, la
Palabra de Dios. ¡Cuánta carga para tan débiles hombres!. Pero: “Yo estaré
contigo hasta siempre”.

MINISTERIO DEL
SACERDOTE: OFRECER LA EUCARISTÍA.
La función del presbítero en la
Iglesia ha de entenderse partiendo de la Cena y de las palabras de Cristo,
que mandó a los apóstoles hacer «en memoria de él» (1 Cor 1 1,23) lo mismo
que él había hecho. Por eso defendió el Concilio de Trento este aspecto
básico del ministerio sacerdotal. Y el Concilio Vaticano II añade: «Los presbíteros
ejercitan su oficio sagrado sobre todo en el culto eucarístico o comunión,
en donde, representando la persona de Cristo y proclamando su misterio,
juntan con el sacrificio de su Cabeza, Cristo, las oraciones de los fieles,
representando y aplicando en el sacrificio de la misa, hasta la venida del
Señor (1 Cor 11,26), el único sacrificio del Nuevo Testamento, a saber: el
de Cristo, que se ofrece a sí mismo al Padre como hostia inmaculada (Heb
9,11-28)».
El sacerdote nos
introduce en la memoria del Señor, no sólo en su pascua, sino en el
misterio de toda su obra, que va desde su bautismo hasta su pascua en la
cruz. El exhorta a la asamblea de los creyentes a vivir en simultaneidad
con el acontecimiento pasado que ésta vuelve a vivir en el presente en
espera de la consumación definitiva del mismo. La función del sacerdote no
se debe limitar a un rito particular; comprende toda la vida y se
desarrolla de acuerdo con todo el orden sacramental.
Pero sería infiel a la
tradición defender que las funciones del sacerdote son de naturaleza
estrictamente sacramental. Es función del sacerdote proclamar la palabra de
Dios. La misma Cena, en la que el Señor llama a su sangre «sangre de la
alianza», lo pone de manifiesto, pues no hay ningún rito de alianza sin una
proclamación de la palabra de Dios a los hombres. El acontecimiento de la
alianza es al mismo tiempo acción y palabra. Esta relación aparece más
clara al partir de la base de que el término griego (1 Cor 11,24; Le
22,14), (Mt 26,26; Mc 14,22), no significa tanto una «acción de
gracias» cuanto una clara y gozosa proclamación de las «maravillas de
Dios», de sus hechos salvíficos. Cuando Jesús declara: «Cada vez que coméis
de ese pan y bebéis de esa copa proclamáis la muerte del Señor, hasta que
él vuelva» (1 Cor 11,26), su acto de bendición ritual tiene también el
sentido de una proclamación de la palabra de Dios. El ministerio de ofrecer
la eucaristía ratifica y complementa una proclamación de la palabra, que va
desde el kerigma inicial hasta la catequesis y la misma celebración
litúrgica.

Predicar, bautizar y celebrar
la eucaristía son las funciones esenciales del sacerdote. Sin embargo,
dentro del presbiterio estas funciones pueden estar distribuidas, según que
unos se dediquen más a tareas misioneras y otros a la acción pastoral
dentro de la comunidad reunida.
Hoy pues es día de eucaristía,
de acción de gracias, llenos de gozo y de gratitud por el acontecimiento
eclesial, realizado a través de mi persona, pero que ha tocado a toda la
Iglesia. Por eso os pido que me acompañéis.
Dios os lo pague.
JESUS MARTI BALLESTER
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