SAN JULIÁN DE CAPADOCIA,

MÁRTIR (308)

DIA 17 

 

 

Sin título

 

                                                 

A principios del siglo IV regía los destinos de Imperio Romano Galerio Máximo, que decretó una cruel persecución para los cristianos. Uno de sus más sanguinarios lugartenientes era Firmiliano, al cual nombró gobernador de Cesárea de Palestina.

Cuando llegó Firmiliano a esta región, llevó a la práctica los edictos de su emperador: cada día torturaba y ejecutaba a decenas de mártires.

Llegó entonces a Cesárea un hombre llamado Julián. Nada sabemos de él, salvo que venía de Capadocia y que era un firme seguidor de Jesucris­to. No bien escuchó los crueles tormentos que tenían que padecer los cris­tianos en aquella región, corrió a la plaza donde se ejecutaban las senten­cias para dar consuelo a sus hermanos. Era ya tarde, sólo quedaban allí los soldados recogiendo los cadáveres de los mártires. Julián, con lágrimas en los ojos, abrazó cada uno de los cuerpos, se puso de rodillas y les rogó que intercedieran ante él por todos los cristianos que sufrían persecución. Al ver los soldados esta actitud, lo arrestaron inmediatamente y lo llevaron ante Firmiliano, que tras un breve interrogatorio le condenó a muerte.

A la mañana siguiente se encendió una hoguera en la plaza y Julián fue arrojado a ella mientras cantaba alabanzas al Señor.

Julián es un mártir anónimo, como tantos otros. Conocemos sólo un momento de su vida, ¡pero qué momento! Afligido por la muerte de sus hermanos, no pudo evitar demostrar sus sentimientos y condenarse (y salvarse también) con ello. Un buen ejemplo para todos los que evita­mos expresar lo que sentimos por miedo a no sé sabe muy bien qué... él se enfrentaba sin duda a cosas mucho peores de las que nosotros po­demos siquiera imaginar que nos ocurran, y sin embargo fue sincero.