Padre
Jesús Marti Ballester |
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Dice
San León que: “El fin principal de la transfiguración era desterrar del alma
de los discípulos el escándalo de la cruz”. Por eso los llevó a un monte
alto, para ilustrarlos acerca de su pasión, para hacerles ver que era
necesario que el Cristo padeciese antes de entrar en su gloria, conforme a lo
anunciado por los profetas (Lc 24,25); para sostener aquellos corazones
atribulados y desfallecidos”. El escenario será el monte Tabor. El Tabor es
un monte redondo, gracioso, solitario, que con sólo trescientos metros de
altura, destaca por su figura excepcional y su separación de otras montañas.
Situado en el extremo nordeste de la llanura de Esdrelón,
dista de Cesárea setenta kilómetros. Es uno de los montes con más
personalidad de toda Palestina. Su verdor contrasta con la desnudez de las
alturas cercanas. El
camino, siguiendo la vía del mar, es fácil y placentero. Bordeando el lago,
se llega al pie del monte. Acompañan a Jesús Pedro, Santiago y Juan. Los
mismos testigos de su agonía en Getsemaní, pues la glorificación del Tabor y
el anonadamiento del huerto son la cara y la cruz de todo el evangelio. Para
que la correspondencia sea más rica, la cruz está presente en la
glorificación y el consuelo no faltará en la cruz. Una reacción es igual, los
discípulos se duermen en ambos escenarios. Casi siempre será lo mismo. Jesús
solo en su luz inaccesible, en su dolor mortal. Al otro lado quedan los
discípulos, incapaces por el sueño de ingresar en la esfera purísima de la
aparición, y de compartir la gloria y la angustia del Señor. Paradojas: La
agonía y la transfiguración. El bautismo y la transfiguración. La tesis y la
antítesis se funden y se transparentan. No es posible encontrar un episodio
de la vida de Jesús que sea sólo cruz o sólo gloria. Todos sus pasos llevan
el sello de esa ambivalencia que llegará al extremo en el instante final de
su vida, de supremo anonadamiento y exaltación. “Cristo se hizo obediente
hasta la muerte de cruz y por eso el Padre lo exaltó”. A la humillación del
bautismo, el Padre se hizo presente con la alabanza suprema: “Este es mi Hijo
muy amado, en quien me complazco”. Son las mismas palabras que resuenan en el
aire estremecido del Tabor, en la gloria de su rostro como el sol, de sus
vestidos luminosos, pero acibaradas por su alusión al sufrimiento y a la
ignominia. ¿Los apóstoles estaban acongojados por la atroz predicción de su
Maestro? Su ternura compasiva aligera cada momento de su programa de
obediencia al Padre, para que sirva de provecho y enseñanza y aliento a
aquellos hombres débiles que tanto ama. EL RELATO DE LUCAS “Unos
ocho días después de este discurso cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió
a la montaña a orar. Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, y sus
vestidos refulgían de blancos. De pronto hubo dos hombres conversando con El,
Moisés y Elías, que aparecían resplandecientes y hablaban de su éxodo, que
iba a completar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño; pero
se espabilaron, y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con El.
Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: -Maestro, viene muy bien que
estemos aquí nosotros; podríamos hacer tres chozas: una para ti, otra para
Moisés y otra para Elías. No sabía lo que decía. Mientras hablaba se formó
que los cubría. Salió de la nube una voz que decía: Este es mi Hijo elegido.
Escuchadlo. Cuando cesó la voz, Jesús estaba solo” (Lc 9,28). MOISÉS Y ELÍAS. Y EN MEDIO,
JESÚS. Una
nube los cubría. Es la nube. La nube de larga historia: aquella historia de
Dios enlazada con la historia de los hombres, que denota la presencia del
Señor. La nube cubrió el tabernáculo
(Ex 40,34). La nube garantizaba todas las intervenciones divinas: "El
Señor dijo a Moisés: Yo vendré a ti en una nube, para que vea el pueblo que
yo hablo contigo y tengan siempre fe en ti” (Ex 19,9). Esa nube cubre ahora a
Jesucristo y de ella brota la voz poderosa: “Este es mi Hijo elegido,
escuchadlo”. La nube que se había cernido sobre María en “NO TENGAIS MIEDO” Añade Mateo: “Los discípulos cayeron sobre su
rostro, presos de un gran temor. Se acercó a ellos Jesús y, tocándoles, dijo:
Levantaos. No tengáis miedo” (Mt 17,6). Jesús provoca el temor y luego lo
disipa. Es un temor que despierta al alma purificándola. Temor necesario para
que no rebajemos la grandeza de Dios hasta el nivel de nuestra rutina o de
nuestros proyectos mundanos. Jesús rectifica la imagen común del Reino
hablando de padecimientos y muerte; después se lleva a los apóstoles hasta un
monte y, entre nubes, manifiesta su gloria. Porque él es el Señor, cuyos
pensamientos distan de los nuestros como el cielo de la tierra, y porque siempre
busca el modo de consolar, no atemperando sus planes a nuestros deseos, sino
haciéndonos levantar los ojos por encima de este mundo. El libro del
Apocalipsis, libro de consolación escrito al final de la era apostólica, tras
la persecución de Nerón y en vísperas de la de Domiciano, sigue este mismo
método, no prometiendo milagros que eviten el dolor; sino definiendo la
fugacidad de este tiempo y proclamando, contra los emperadores terrenos de
pies de barro, la certidumbre del Cristo poderoso, transfigurado ya para
siempre, anunciado ya anteriormente por la profecía de Daniel. Baltasar,
rey de Babilonia aún estaba temblando, por la visión de la mano que escribía
sobre la pared su perdición, en medio del banquete sacrílego en el que habían
profanado el rey y sus cortesanos y sus mujeres, los vasos sagrados del
Templo de Jerusalén. Daniel le reveló el sentido de las fatídicas y
enigmáticas palabras. Baltasar fue asesinado aquella misma noche. Le sucedió
Darío y en su tiempo, Daniel tiene la visión que vamos a interpretar. Para
comprender su mensaje, hemos de situarnos histórica y psicológicamente en el
mundo del autor y en su mentalidad judía, profética y apocalíptica. Daniel
combina la historia y la mitología, con la tradición y el futurismo
mesiánico, para crear la convicción de que al final de los tiempos el reino
de Dios será entregado al pueblo de los santos de Dios, el resto de Israel,
presidido por su Cabeza. Como al principio de la creación todo fue obra del
"viento", del Espíritu, así ahora los cuatro vientos del cielo
agitan el océano de modo que lo que salga de él será obra del "ruah" de Yahvé. Y aparecen cuatro bestias,
identificadas con los cuatro imperios: babilónico, medo, persa y griego,
manejados, en su espectacular poderío, por la providencia de Dios. Vio Daniel
cuatro fieras que salían del océano: La primera, el león con alas de águila,
rey del mundo animal, corresponde a la cabeza de oro de la estatua del
capítulo segundo. Esta bestia, Darío, tiene "corazón de hombre",
porque reconoció al Dios de Daniel, con lo cual dejó de ser una fiera que
luchaba contra el reino de Dios: "El rey Darío escribió a todos los
pueblos, naciones y lenguas de la tierra: Ordeno y mando: Que en mi imperio
todos respeten y teman al Dios de Daniel. El es el Dios vivo que permanece
siempre. Su reino no será destruido, su imperio dura hasta por siempre. El
salva y libra, hace signos y prodigios en el cielo y en la tierra. El salvó a
Daniel de los leones". La
segunda fiera, es un oso, que corresponde al pecho de plata de la estatua.
Esta era el imperio medo. La tercera, el leopardo, que equivale a las piernas
de bronce, es el imperio persa. Sus cuatro alas simbolizan la celeridad de
sus conquistas en todas las direcciones, y sus cuatro cabezas la
representación de los cuatro reyes de Persia que conoce Hasta aquí la historia. A partir de este momento
viene la profecía escatológica. La visión continúa. Un anciano de muchos
años, sin principio ni fin, de blanca túnica y cabellera blanca, símbolo de
la pureza y rectitud, a quien sirven miles y miles, se sienta en un trono de
fuego purificador. Comienza el juicio y el insolente undécimo
cuerno es matado, descuartizado y echado al fuego. A los demás se les deja
vivos durante un tiempo. Cuando todo parece concluido, aparece la más
sorprendente novedad, desenlace de toda esta visión apocalíptica. Entre las
nubes del cielo viene como un hombre a quien se le da "poder, honor y
reino". Extraordinario contraste porque mientras todos los reinos de la
tierra vinieron del océano, el reino de Dios viene de arriba, del mismo Dios.
No es como una fiera sino semejante a un ser humano. Es el rey mesiánico a
quien se le da el "poder real y el dominio sobre todos los reinos bajo
el cielo". Daniel identifica a este Mesías, hijo de hombre, con el
pueblo de los santos. Es un mesianismo colectivo, definitivo y eterno.
Profetiza el triunfo del Cristo total en su tensión escatológica, la gloria
del Cuerpo Místico de Cristo, el fulgor de ¿EL HOMBRE JESUS NECESITABA
CONFIRMACION? ¿El
hombre Jesús ha quedado afectado por su opción por el camino de la cruz? A
sus amigos ya les ha anunciado su pasión y muerte. La sombra amarga de la
suprema humillación y aniquilamiento no pesa sólo sobre ellos, sino también
sobre él; ¿acaso no es hombre de carne y sangre? Jesús necesita afirmarse y
afirmar su identidad de Hijo de Dios, sobre todo en los más íntimos. Por eso:
"Cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a la montaña a orar".
Se transfiguró y sus vestidos resplandecían de blancura. Su realidad, que
permanecía oculta, se manifestó. Dios le llenó desde dentro. Entrar en
oración es llegar a la fuente fresca de la transfiguración, allí donde la luz
tiene su manantial. Todo cambia en la oración. El encuentro de Jesús con su
Padre fue confortador y estimulante. Glorificador. Dos hombres conversan con
él de su "Éxodo". Los dos guías máximos de la fe de Israel, que han
precedido a Jesús y le han esperado, ahora, como compañeros suyos, conversan
con él de su muerte: "Yo para esto he venido" (Jn 12,27). Es el
tema de mayor importancia y el que más preocupa a Jesús y a sus discípulos.
Desde este momento Jesús ve su muerte como un éxodo al Padre. La transfiguración
es una victoria oculta. Es como una luz que ilumina la
tiniebla de la pasión, como esperanza que desvela el sentido del camino de la
muerte de Jesús y de los suyos. He ahí la pedagogía de la transfiguración y
el punto culminante del evangelio. Viviremos siempre. “Si con él morimos,
viviremos con él” (2 Tm 2,11). La muerte sólo es un
episodio, un tramo necesario del camino, sin el cual no podemos llegar a la
meta. Un túnel después del cual está la luz. "Somos ciudadanos del
cielo". La transfiguración de Jesús es la transfiguración del hombre. VISION DE SANTA TERESA Cuenta
Santa Teresa que hablando de Dios con el Padre García de Toledo, su confesor,
vio a Jesús transfigurado que le dijo: "En estas conversaciones yo
siempre estoy presente". Y el Padre se hizo presente y su voz desde la
nube decía: "Este es mi Hijo, el Elegido. Escuchadlo". Era como
decirles: No os escandalicéis de su muerte en cruz, es mi voluntad y el único
camino de ¿QUÉ HAY DESPUÉS DE ESTA
VIDA TEMPORAL? Dice el Vaticano II: "Ante la actual evolución
del mundo, son cada día más numerosos los que se plantean las cuestiones más
fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de
la muerte que, a pesar de tantos progresos, subsisten todavía? ¿Qué hay
después de esta vida temporal?" (GS 10). POR ESO CANTA GOZOSA En
la transfiguración, prenda de gloria, canta DESCUBRIR Augusto
Valensín, jesuita francés, escribe sobre Aunque
los maestros de la vida espiritual digan lo que quieran, aunque hablen de
justicia, de exigencias, de temores, el juez que yo tengo es aquel que todos
los días se subía a la terraza para ver si por el horizonte asomaba el hijo
pródigo de vuelta a casa. ¿Quién no querría ser juzgado por él? San Juan
escribe; "Quien teme, no ha llegado a la plenitud del amor” (1 Jn 4,
18). Yo no temo a Dios, y el motivo no es tanto que yo le ame, como el que sé
que me ama él. Y no siento necesidad de preguntarme por qué me ama mi Padre o
qué es lo que él ama en mí. Me costaría mucho responder a estas preguntas.
Sería totalmente incapaz de responder. Pero yo sé que él me ama porque es
amor; y basta que yo acepte ser amado por él, para que me ame efectivamente.
Basta con que yo realice el gesto de aceptar. Padre mío, gracias porque me
amas. No seré yo el que grite que soy indigno. Porque, efectivamente, amarme
a mí tal como soy, es digno de tu amor esencialmente gratuito. Este
pensamiento de que me amas porque te da la gana, me encanta. Y así puedo
librarme de todos los escrúpulos, de la falsa humildad que descorazona, de la
tristeza espiritual, de todo miedo a la muerte. FUE COMO UN RELÁMPAGO Jesús
se encamina a la muerte con serenidad, seguro de que el triunfo culminará su
vida, porque su muerte será provisional y pasajera. Jesús descubre que,
cuando habla a sus apóstoles de su muerte, éstos se entristecen y tratan de
disuadirle. No entienden que resucitará a los tres días. Ellos creían, como
la mayoría de sus contemporáneos, en una resurrección al final de los
tiempos. Aunque habían visto la resurrección del hijo de la viuda de Naín y de la niña de Jairo, no podían imaginar que
regresara a la vida después de la muerte. Si moría ¿quién iba a resucitarle a
él? Por eso Jesús decide anticiparles una hora de gloria, un relámpago de luz
antes de que llegue la noche, como un
“anticipo” de la resurrección. ¿Pero, por qué no quiso mostrar su
gloria a todos, sino que reservó este regalo a solos tres? ¿Podrían guardar
un secreto tan grande entre los doce? Que lo vean tres, para que puedan
testimoniarlo en la oscuridad. Los elegidos verán también de cerca la hora de
su agonía en el huerto de los Olivos. Getsemaní y Tabor son como los dos
extremos de la vida de Jesús. Allí es el estallido de la humanidad de Jesús,
aquí es el estallido de su divinidad. Allí, el miedo y el dolor parecen
sumergir la fuerza sobrenatural de Jesús. Aquí, es la luz de su gloria la que
parece situarle fuera de las fronteras humanas. Conviene que sean los mismos
testigos los que presencien estas dos horas extremas de su vida. Una
gran calma rodeaba al Tabor. En el cielo no había ni una nube. Las zarzas y
los cardos, ya desflorados ya y casi secos. Cuando llegaron a la cima, el
Maestro comenzó su oración. Ellos, pronto se durmieron. No eran fáciles para
la contemplación. También se dormirán en Getsemaní. De repente, les deslumbró
un resplandor. Abrieron sus ojos y vieron que la luz procedía de Jesús. Su
rostro brillaba. Los tres evangelistas cuentan la escena con detalles. Mateo
ve al Maestro como más hermoso que el sol y vestido de luz. Pero los tres
subrayan que la luz sale de él. Le pertenece como algo de su propia substancia: no es un rayo que viene de lo alto; sale de
él, emana de él, radica en él. Vestido de luz se encuentra en su verdadero
elemento. Es su estado más normal, dice Bernard.
Fue como si hubiera desatado al Dios que era y lo tenía velado en su
humanidad. Su alma de hombre, unida a la divinidad, desborda en este momento
e ilumina su cuerpo. Si la alegría de un enamorado es capaz de transformar a
un hombre, ¿qué no sería aquella tremenda fuerza interior de amor en llamas
que Jesús contenía para no cegar a los que le
rodeaban? Jesús levanta el velo que cubría su rostro y su fuerza interior
desborda en su mirada, en su gesto, en sus vestidos. Los discípulos se
sienten deslumbrados. Muchos años más tarde, san Pedro, como ya hemos dicho,
recordará esta hora: “Con nuestros ojos hemos visto su majestad” (2 Pe 1,
16). NO ESTABA SOLO Aún
no habían salido de su asombro ante aquel rostro refulgente cuando
advirtieron que Jesús no estaba solo. Con él conversaban dos personalidades:
Moisés y Elías. Los representantes de la ley y de los profetas. Moisés era el
padre del pueblo judío cuyo rostro había visto el pueblo brillar cuando
descendía del Sinaí. Elías era el profeta que había de anunciar la venida del
Mesías. Hablaban. Y los apóstoles podían escuchar la conversación sobre su
muerte y le animaban al dolor redentor. Su presencia anticipaba la del ángel
consolador en el Huerto de la agonía. Los tres suplirán el aliento que no le
dan los discípulos, entre quienes “busqué quien me consolara y no lo hallé”.
Casi siempre será así. Pedro generoso, decidido, presuntuoso también, quiere
vivir, hacerse notar, desea cumplir con los invitados, llenar su papel de
entrega, de servicio y de protagonismo. Pero es generoso: ni piensa en él ni
en los otros apóstoles, sino en Jesús y sus acompañantes. Los señores duermen
en los palacios o, al menos, en tiendas. Los tres esclavos dormirán ante la
puerta de las tiendas. Comenta
Lanza del Vasto: Entonces, en la cumbre del cielo, estalla la grandeza de
Dios de manera que ni siquiera nos hubiéramos atrevido a soñar. Estalla como
una tempestad, pero como una tempestad que habla. Barre las resistencias,
hace callar todo delirio y todo pensamiento y toda visión. Y toda figura se
borra en la nube luminosa y ya nada subsiste en el abismo tonante, salvo la sombra
luminosa de la revelación. Los tres apóstoles comprenden que están ante algo
definitivo y terrible. Por eso caen al suelo, “se prosternaron rostro en
tierra, sobrecogidos de un gran temor” (Mt 17,6). Han entrado en contacto con la divinidad. Caen
en oración. La zarza ardiendo está ante sus ojos, dice Martín Descalzo. JESÚS SOLO Les
toca el hombro y, cuando alzan la cabeza y abren los ojos, ya no ven a nadie
sino a Jesús solo. Como sigue diciendo Lanza del Vasto, “ven la parte de él
que está a su alcance. Porque Jesús ha vuelto a velarse con su carne para no
abrasarles totalmente”. Todo vuelve a ser familiar y sencillo: el gesto de
tocarles el hombro, su soledad entre los arbustos de la montaña, la sonrisa
que acoge sus rostros aterrados. Al verle, se sienten felices de que la nube
no les haya arrebatado a su Maestro como se llevó a
Moisés y a Elías. Ni siquiera preguntan por ellos. Casi se sienten aliviados
de que haya cesado la tremenda presencia y la luz de momentos antes. Este es
su Jesús de cada día, con él se sienten protegidos.
Pero están aturdidos. No vieron venir a los dos profetas, no los han visto
marcharse. Muchas cosas se han aclarado en sus corazones. Ahora entienden
mejor el porvenir. Con su transfiguración, se ha transfigurado también su destino.
Si muere, no morirá del todo. Ellos han visto un retazo de su gloria. Ahora
ya saben lo que su Maestro quiere decir cuando les habla de resurrección.
Será algo como lo que ellos han tocado hoy con sus manos y sus ojos han
visto. Han oído, además, la voz del Padre certificando todo lo que ellos ya
intuían. Han interpretado esa voz como una consagración. Pedro lo recordará
en su carta porque sabe que ha visto con sus ojos su grandeza y no sigue
fábulas inventadas. Sabe que el Padre le ha dado el honor y la gloria y se
siente feliz de que Dios le haya hecho conocer el poder y la manifestación de
nuestro Señor Jesucristo (1 Pe 1, 16). Y los apóstoles ya no sabían si
estaban llenos de terror o de entusiasmo. Sólo sabían que habían vivido una
de las horas más altas de sus vidas. ESCRIBEN GUARDINI Y
MARTÍN DESCALZO “Nos
sentimos inclinados a creer que fue una visión. Sería lo justo si sólo nos
atuviéramos a la interpretación del fenómeno. Esta nos diría que es una
realidad trascendente a la experiencia humana. La índole de la aparición
sugiere tal interpretación: la "luz”, no es la del universo, sino la de
la esfera interior, luz espiritual; o la “nube”, palabra que designa una
formación metereológica conocida de nosotros, sino
una claridad velada y celestial que se manifiesta, pero resulta inaccesible.
La irrupción súbita del fenómeno nos hace pensar también que se trata de una
visión: los personajes se presentan y desaparecen de repente, sentimos el
abandono de este lugar de la tierra visitado y abandonado después por el
cielo. Pero visión no significa un fenómeno subjetivo, una imagen cualquiera
producida por el yo, sino la manera en la que captamos una realidad superior
a nosotros”. Comenta
Martín Descalzo: “No fue pues una invención, ni un sueño, fue una realidad
percibida por los apóstoles en su mundo interior, fue el descorrimiento de un
velo que mil veces habían intuido y nunca comprendido”. El mismo Guardini llama a este descubrimiento el fuego, esa unión
misteriosa que hay entre el Hijo de Dios humano de Jesús y que hace de él un
hombre hiperviviente en plenitud de vida humana
pero elevada a dimensiones que jamás podremos los hombres entender. Su vida
no es sólo la de un hombre que ama a Dios, ni siquiera la de un hombre
invadido por Dios, sino la de un hombre que es verdaderamente Dios. Esto, que
nosotros creemos y sólo a medias entendemos, fue entrevisto por un momento en
la cima del Tabor. Esa unión misteriosa estalló en el rostro de Jesús, y los
tres apóstoles vieron algo de lo que nosotros sólo veremos en el día final,
cuando contemplaremos a Jesús enteramente, descubriendo ese arco de fuego que
iluminaba y elevaba más allá de lo humano su humanidad. La transfiguración
fue un rápido relámpago de la luz de la resurrección, de la verdadera vida que
a todos nos espera, de esa gracia de la que tanto hablamos y nunca
comprendemos. Esa noche los apóstoles no podrían dormir ni un momento,
rumiando su visión. Jesús les prohibió contar a nadie lo que habían visto,
hasta que el Hijo del hombre hubiera resucitado de entre los muertos (Mt
9,9). Les hubiera gustado hablar de ello y
profundizar en lo ocurrido. ¿Cómo compaginar lo que han visto con esa
muerte a la que Jesús sigue aludiendo? ¿Y qué resurrección es ésa que parece
más una supervida que un simple volver a vivir? Ellos creen que un día los
muertos volverán a vivir, han visto volver a levantarse de la muerte a dos
muchachos llamados a la vida por Jesús, pero lo que acaban de ver es mucho
más. Y no logran descubrir la naturaleza de esa resurrección con la que Jesús
será favorecido. Pero por qué si esta luz existe ya, hay que pasar por la
muerte para llegar a ella. “Esto se les quedó grabado -dice Marcos-, aunque
discutían qué querría decir aquello de resucitar de la muerte” (9, 10). Sólo
después de la resurrección contaron lo que en este glorioso atardecer habían
entrevisto. EL JESÚS DE Hacia
ese horizonte de dolor se encamina ahora Jesús. Sus años de predicación han
terminado. Ha expuesto ya a los hombres su mensaje con palabras. Tiene que
demostrar, en una última semana trágica, que todo lo que ha dicho es verdad.
Será necesario dejar las palabras, para que se vea sólo a |
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